lunes, 29 de abril de 2013

Vivir experiencias, nuevo paradigma del consumismo

Las nuevas estrategias de incitación al consumo buscan presentarlo, no ya como un acto mecánico de mera adquisición, sino como una experiencia disfrutable de vida, y como tal inolvidable, de modo que busque repetirse incesantemente.

Si ya la narrativa de la innovación (variante semántico de la moda), empuja a los consumidores a comprar aceleradamente nuevos productos para no ser arrasados por la "obsolescencia", el nuevo paradigma del consumo como "experiencia" es una invitación al disfrute instintivo de la vida. No en balde la innovación comercial está sustentada en este principio: hacer la vida de los clientes más sencilla, más productiva, más cómoda, más divertida, más fácil.

Así ¿para qué ocuparnos los demás de pensar si basta con los sentidos para apropiarse del mundo?: mira (enamórate de las formas, de imágenes más nítidas, en alta definición y multidimensionales); escucha (sonidos envolventes, estereofónicos producidos digitalmente); huele (aromas cautivantes); saborea y toca.

Si desde siempre, la publicidad ha sido dirigida a nuestra parte afectiva, hoy da un nuevo paso: nos induce a vivir lo que se siente no sólo desear, sino, sobre todo, lo que se siente poseer-tener-comprar. Nos conduce a lo que llama "vivir una experiencia".

Es el principio de la llamada estrategia del oceáno azul, propuesta en 2005 por W. Chan Kim: La gente compra experiencias. Está dispuesta  a pagar por vivir nuevas formas de sentir, nuevas sensaciones. De allí han surgido estrategias de venta como las empleadas por las agencias automotrices.

Lo que ahora se conoce como "prueba de manejo", no es otra cosa que acercar al cliente a la experiencia vívida de conducir el auto con el que ya sueña. Transformar el sueño-deseo en realidad al alcance de la mano, en hacer que la vida ya no pueda concebirse sin aquello. El comerciasl del cliente que llama en la madrugada al agente de ventas para confirmar a qué hora abren al día siguiente porque ya no puede estar sin el auto que le mostraron, ilustra lo anterior.

El cine es un claro ejemplo de cómo la venta de sensaciones rescató una industria. La irrupción masiva de videocaseteras a mediados de los años 80 del siglo XX disminuyó drásticamente la asistencia a las salas. Los videocentros y negocios similares se multiplicaron y se volvieron prósperos. Allí las personas podían rentar o comprar películas para disfrutarlas en casa. La experiencia de ver cine era muy similar y, lo mejor: más barata.

Campañas de publicidad como aquella de que "El cine se ve mejor en el cine" no fueron capaces de lograr que la gente regresara a las salas. El sonido digital, primero, y la tecnología 3D y 4D en los años recientes fraguaron la diferencia. Hoy, pese a que es posible conseguir copias en CD incluso de los estrenos, y aun antes de que estén en cartelera, el público forma largas filas ante las taquillas de los cines porque quieren vivir la "experiencia" de "Ver", oir y casi "tocar" el cine (de nuevo el imperio de los sentidos).

El auge ha sido tal que las modernas plazas comerciales se diseñan y construyen teniendo como negocio "ancla" un conjunto cinematográfico. En contraparte, los videocentros se extinguieron.

Hacer que el cliente perciba la compra no como una adquisición, sino como toda una experiencia que lo colmará de sensaciones nunca antes experimentadas y que despertarán en él el deseo de repetirlas, es el nuevo paradigma.

Véase al efecto, la declaración de Patricio Slim Domit, presidente del Consejo de Administración de Sears, al inaugurar esa cadena de tiendas una nueva sucursal en Santa Fe:

"Centro Santa Fe es un mundo de vanguardia, glamour, exclusividad, versatilidad, servicio y entretenimiento. Un lugar hecho para que los visitantes alcancen y vivan experiencias inolvidables" (Reforma, sección Sociales, 17 de marzo de 2013)
Sportia (bicicletas, accesorios y servicios especializados), se define a sí misma como una Concept Store (Tienda de concepto), que "va más allá de una simple tienda de deportes; aquí se pueden encontrar una serie de servicios especializados y únicos que respaldan ese deseo de compra" (Reforma, secc. Sociales, p. 2, 17 de marzo de 2013).

Integer México es parte de Integer Group, la agencia de Shopper Marketing más importante del mundo. El grupo inauguró recientemente una Shopper Stage (estación del comprador), un foro --dicen ellos-- "en el que las experiencias de marca se vuelven tangibles y se magnifican". La frase carece de sentido, pero así es el lenguaje de los genios del nuevo marketing.

Y, creyéndose originales, añaden lo que para ellos es la definición de una compra, aunque en realidad lo único que hacen es repetir el paradigma:

"La cultura del Shopper Marketing debe experimentarse. Además de tener buenas ideas y grandes anuncios, el Shopper Marketing requiere de un entendimiento profundo de todo lo que una compra conlleva: porque al final todos somos compradores y todos queremos vivir experiencias".
 Y no se crea que sólo los consorcios más exclusivos están intentando explotar el concepto. Las marcas de la gente de a pie también lo hacen: Pizza hut promete a sus consumidores "una experiencia de sabor"; las farmacias San Isidro ofrecen "una experiencia de compra al mejor precio".

Incluso la estrategia ya se emplea digamos que a ras de tierra: algunos vendedores ambulantes que suben a los llamados "peseros", antes de ofrecer nada pasan a cada lugar a depositar en las manos de los pasajeros su producto. A su modo, el concepto es el mismo: hacer vivir la experiencia de tener el producto, que el comprador experimente sentirlo y, si es comestible, despertar el antojo.

Y así. La experiencia, la vivencia de sensaciones agradables que proporciona la compra, sólo comparable al estado de felicidad suprema, un nirvana, pues.

martes, 16 de abril de 2013

Oficio y desmadre/IV



Ofrecemos a los lectores de Contadero, un texto del periodista capitalino, avecindado en Querétaro, Ramón Martínez de Velasco. La primera entrega de esta serie fue publicada aquí el 22 de abril de 2010.

Y no comprendo cómo el tiempo pasa,
 yo que soy tiempo y sangre y agonía
 Jorge Luis Borges.

Ahora que escribo esta cuarta entrega, noto que la primera data del 26 febrero del año 2007 y la segunda del 28 de marzo del 2011. De la tercera no tengo referencia, pero supongo que también data de hace casi dos años.

Por tanto, debo adelantar a los lectores de la actualidad que ‘Entre el oficio y el desmadre’ es algo así como una semblanza personal, pero cuyo centro es el periodismo; o, si se quiere, lo que fui encontrándome en torno a mi oficio, que aún hoy es el periodismo, carrera que decidí estudiar en 1978 durante mi estancia en el Colegio de Ciencias y Humanidades de la UNAM, el muy famoso CCH (Sur).

Con ese sueño, y gracias al bendito ‘pase automático’, en 1980 ingresé a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPyS), que se ubicaba juntito a las famosas ‘islas’ de Ciudad Universitaria, donde sucedían muchas cosas y a donde llegaba gente de todo tipo, no precisamente a estudiar.

Sobre aquella etapa, época o periodo, un conocido mío me envió un texto que halló en la Internet, donde su autor me cita. O sea, menciona mi nombre y apellidos. El autor es Alberto Vargas Iturbe, “escritor necense miembro de la Cofradía de Coyotes”, según lo cita la revista que le brindó un espacio, por cuyo ‘link’ supongo que se llama Espartaco y que publica la Universidad Autónoma Metropolitana, plantel Azcapotzalco.

Su texto, titulado ‘Necropsia de un poeta’, gira en torno a dos cuestiones: la revista Desmadre, y a quien la nombró así.

Citaré algunas líneas de Alberto Vargas Iturbe (a quien le apodaban ‘el kung-fu’, y nunca supe porqué), y alrededor de ellas tejeré las propias.

“A principios de 1980 se reunió un grupo de escritores principiantes en la FCPyS de la UNAM: Luciano Cano Estrada, Juan Bautista Mendoza, Ramón Martínez de Velasco y Martín Ortiz Saldivar. Ellos fundaron la revista Desmadre.

“La idea original era la de publicar y abrir sus puertas a otros jóvenes que escribieran lo que se les diera la gana. Los cuatro cabrones eran de ideas anarquistas. Les gustaba harto chupar y fumar mota. Todos tenían trabajo y hacían cooperación para sacar las copias a un original.

“Luciano murió de cirrosis. Varios de los que escribieron ahora son escritores con trayectoria, y con algunos libros publicados. Martín se fue a Veracruz. Ramón a Querétaro. Juan Bautista se casó y desapareció. No sabemos si se retiraron o sigan escribiendo. Hace varios años que no se comunican. Aquí en Neza nos aferramos y siguió publicándose la revista Desmadre.

“De hecho. Desmadre fue la primera revista de literatura en Neza. Se repartía entre los amigos y los allegados de los amigos. Iba de mano en mano, de modo que era una cadenita que se alargaba hasta que alguno no continuaba, o se limpiaba la cola con la revista. El tiempo dirá cuáles fuimos buenos. Si ninguno pasa a la inmortalidad, pues que chingue a su madre el tiempo. Ya pasaron más de 25 años y algunos seguimos chingándole.

Ramón fue quien nos invitó a publicar. Le llevábamos poemas y cuentos. Era la primera vez que publicábamos. Nos pusimos felices. Una noche conocí a los integrantes del Consejo Editorial, y tomamos mucha cerveza y tequila de puro gusto.

“Ramón era más bien chaparro, de ojos verdes, delgado, risueño y desmadroso. Juan Bautista era moreno, de estatura regular y soltaba unas carcajadotas. Martín tenía la barba de candado y era flaco como coyote. Luciano era moreno, usaba lentes, de complexión ni gordo ni flaco. Trabajaba en el Departamento del Distrito Federal (DDF), andaba arregladito y usaba saco y corbata. Cuando agarró el pedo fuerte dejó el trabajo y no se volvió a parar allí nunca más.  

“Ramón y Luciano hablaban del suicidio, influenciados por un maestrito pendejo que daba clases de ‘Metodología’ en la Facultad. Un joven estudiante se suicidó por hacerle caso y ese maestro pendejo tenía el descaro de presumir ese hecho. Se iba a tomar vino tinto y nunca se suicidó. Tenia una buena vieja y los amigos lo empedaban para hacerlo güey.

“A Ramón y a Luciano les recomendé leer a Henry Miller, porque él sí disfrutó las mieles de esta vida. Yo soy vitalista. Fumé mota unos tres meses y luego aventé esa chingadera y fui feliz echándome unas copas de alcohol, que tuve que dejar porque me dio esquizofrenia. Los vitalistas amamos la vida y nos reímos de cualquier cosa, por insignificante que sea. Luciano agarró el vicio por puro pendejo. En unos meses se acabaron sus ahorros y empezó a vender sus cosas de valor. Al último vendió sus libros, baratos, y decidió morirse de borracho.

“A mediados de los años 80 nos reuníamos en un café en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Nos llegamos a reunir hasta 40. Muchos se creían escritores, otros intelectuales. Pero de esta parvada de cabrones que se creían muy nalgas, ninguno salió escritor ni intelectual. El café se ubicaba en la esquina de Dolores y Victoria. Todo marchaba bien hasta que empezaron a ir los Infrarrealistas. A ésos les gustaba el vicio de todo tipo. Pedían café y un vaso con agua, sacaban la botella a escondidas y estaban tome y tome. Al poco tiempo se enteró el dueño y nos corrió. . Muchos ‘Infras’ publicaron en la revista Desmadre.

“Cuando Luciano se salió de trabajar fue cuando mejor funcionó la revista, porque casi él lo hacía todo. Luciano tenía una maquinita Olivetti que le había regalado Ramón Martínez de Velasco. Pinche maquinita aguantó bastante. Luciano publicó en todos los números de la revista Desmadre y hacía las editoriales. A Luciano le gustaba tanto tomar que de eso murió”.

Si los lectores desean saber más de Alberto Vargas Iturbe, accedan a: albertovargasiturbe.blogspot.mx

En la próxima entrega, que ahora sí voy a escribir y a enviar a este blog en cosa de días, voy a detallar algunas anécdotas que aquí reproduje, y que no me llevaron a la locura de puro milagro.

Será la entrega número V.

lunes, 8 de abril de 2013

Horario de verano y otras ficciones

¿Y si además de imponer el horario de verano se les ocurriera --como otro modo de incrementar sus ganancias-- añadir un día hábil a la semana? Seguramente lo lograrían porque vivimos en un mundo de ficciones: la ficción democrática, la ficción del Estado de derecho, la ficción económica, entre otras.

Tan vivimos en una ficción económica, por ejemplo, que un día a alguien se le ocurrió quitarle tres ceros al peso para, dijo, facilitar las operaciones financieras. Si eso pudo hacerse es porque el dinero, ese papelito por el que nos matamos todos los días para ganarlo y poder comprar cosas (como debe ser), en realidad no existe.

A propósito de esa adecuación monetaria, permítaseme una referencia personal para decir que mis hijos aún se sorprenden de que tenga libros por los que pagué 15, 600 y que hoy no valen más de 150. Como ellos hay miles de jóvenes que estaban naciendo cuando se adoptó esa ocurrencia, de modo que ignoran la ficción en que ahora viven y creen que el peso ya regresó a su paridad histórica de 12.50 respecto del dólar.

Incluso muchos de quienes fueron testigos de ese cambio ya no lo recuerdan. Y si eso ocurre con hechos que vivieron, qué será con aquellas normas y convenciones que se impusieron cuando ni aun habían nacido y a los que simplemente se adaptaron apenas tuvieron consciencia de sí, considerándolos --no como resultado de procesos históricos--  sino como leyes eternas e inmutables con las que simplemente hay que vivir.

Ese es el "encanto" de las ficciones en que vivimos: la mayoría fueron impuestas y responden al interés de grupos organizados que se benefician de ellas, pero esto no resulta evidente, pues se hacen parecer como cosas naturales.

Así, pues, dispongámonos a vivir  los próximos siete meses del año con la ficción del horario de verano y hagamos de cuenta que entre el sábado 6 y el domingo 7 de este abril, la Tierra giró una hora más rápido sobre su eje o que, de acuerdo con esa otra ocurrencia de la señora Rosario Robles, sólo es otra muestra de que, en efecto, están moviendo a México.

jueves, 4 de abril de 2013

Telecomunicaciones y control social

La reforma en telecomunicaciones, aprobada por la Cámara de Diputados el 22 de marzo, dejó en claro que la clase político-empresarial que conforma el grupo hegemónico en el poder, sabe perfectamente el alcance de los medios de comunicación como adormecedores de conciencias y como instrumentos mediante los cuales asegura el control social y la prevalencia del sistema de dominación imperante.

La mencionada reforma --que aún se procesa en el Senado de la República, como cámara revisora-- niega a pueblos y comunidades indígenas la posibilidad de solicitar concesiones de radio y televisión.

La propuesta de reforma al artículo 28 constitucional, rechazada en bloque por los partidos Revolucionario Institucional (PRI), Acción Nacional (PAN), Verde Ecologista de México y Nueva Alianza, señalaba que las concesiones podrán ser para uso comercial, público, "de los pueblos y comunidades indígenas", social y privado, y se sujetarán, según sus fines, a los principios establecidos en los artículos segundo, tercero, sexto y séptimo constitucionales.

Apuntaba que las concesiones se otorgarían mediante licitación pública, y que en ningún caso el factor determinante para definir al ganador será meramente económico. Al obstaculizar esta propuesta de modificación, esos partidos recurrieron a un argumento insólito: dijeron que permitir a esos pueblos el uso de los medios de radiodifusión, les proporcionaría instrumentos de comunicación que podrían utilizar para alentar la subversión o rebeldía.

Más que un argumento, la aseveración parece una confesión de parte: el reconocimiento de que quienes usufructan las concesiones de radio y televisión concentran un enorme poder. Tanto, que si se difundieran contenidos alejados del mercantilismo, que dén cabida a nuevas ideas, enfoques y concepciones acerca del actual estado de cosas, podrían socavarse los valores del conservadurismo, y eso equivaldría a subvertir el orden establecido.

El miedo, dicen, no anda en burro, y ese temor a la democratización de los medios es el temor a perder el control y la hegemonía sobre unos instrumentos básicos para el sistema de dominación. Así, se proclama que habrá dos nuevas cadenas de televisión y todos se congratulan y felicitan porque ello --aseguran-- rompe el monopolio de Televisa y TV Azteca. Habrá, en efecto, más canales de televisión, no necesariamente más alternativas, porque se trata de proyectos comerciales que ofrecerán el mismo modelo de entretenimiento y distracción que conocemos. No entrañan ningún peligro.

En cambio, se niega ese derecho a los pueblos y comunidades indígenas, acaso porque se sabe que la cosmovisión multicultural y multiétnica se encuentra en las antípodas del establishment. Son dos mundos confrontados, pese a la retórica de la unidad nacional, porque imperan allí condiciones de abandono, explotación y exclusión que constituyen un germen de explosividad social que puede potencializarse con el uso de medios de comunicación autónomos y autogestivos.

Con frecuencia se niega el papel de los medios de comunicación como aparatos ideológicos. El argumento esgrimido para excluir a las comunidades de la posibilidad de obtenerlos en concesión confirma que en efecto lo son. Y lo saben quienes lo niegan.

martes, 2 de abril de 2013

Julio Torri: la palabra como subversión

He aquí un escritor radical. Dicho sea por cuanto a su capacidad para subvertir, mediante la imaginación literaria, el orden natural de nuestras nociones.

Considerado maestro de la brevedad por la cortedad de su obra –Ensayos y poemas (1917), De fusilamientos (1940), Tres libros— y el laconismo de los textos que la conforman, que no por la originalidad e intelectualismo que le otorgan vastos alcances dentro de la literatura mexicana.

En efecto, en Julio Torri (Saltillo, Coah., 27 de junio de1889-Cd. De México, 11 de mayo de 1970) tenemos a un buscador de esencias que incluyen el empleo de la palabra exacta.

Dueño de una sólida cultura, como los demás miembros de esa generación con la que coincidió en el Ateneo de la juventud al despuntar el siglo XX, Torri encuentra en el arsenal de nuestra lengua, el término que significa y evoca hasta con elegancia, lo que exactamente quiere decir, de lo que resulta un estilo riguroso, diríase quirúrgico, por su precisión y asepsia.

No sólo nos coloca frente a miradores insospechados desde los cuales atisbar acerca de nuestras concepciones más enraizadas sobre la vida, la cultura y la muerte, sino que, como buen connaisseur de su materia prima –la palabra—cumple con esa otra tarea de todo gran escritor y maestro: ampliar los límites de nuestro lenguaje, y con ello los de nuestro mundo y cultura, al ponernos en contacto con términos inusuales que nos revelan la riqueza expresiva de que disponemos.

“El epígrafe –escribe en un texto de Ensayos y poemas—se refiere pocas veces de manera clara y directa al texto que exorna…” (Torri, 1992 (p.12). (Exornar: adornar). A Torri, para aprender, hay que leerlo con el diccionario en la mano.

Preguntado alguna vez por su concepción estética, remitió a “El descubridor”, un relato incluido en De fusilamientos, en el que se lee:

“A semejanza del minero es el escritor: explota cada intuición como una cantera. A menudo dejará la dura faena pronto, pues la veta no es profunda. Otras veces dará con rico yacimiento del mejor metal, del oro más esmerado. ¡Qué penoso espectáculo cuando seguimos ocupándonos de un manto que acabó ha mucho! En cambio, ¡qué fuerza la del pensador que no llega ávidamente hasta colegir la última conclusión posible de su verdad, esterilizándola; sino que se complace en mostrarnos que es ante todo un descubridor de filones y no un mísero barretero al servicio de codiciosos accionistas” (Carballo, 1986 (p. 175).

Esta declaración de principios explica no sólo la brevedad de la obra --cuyo único reparo, al decir de Alfonso Reyes, fue “su decidido apego al silencio”-- sino el cúmulo de provocaciones que la conforman y que, a manera de un iceberg, constituyen apenas  un aviso o, si se quiere, una premonición de las sólidas profundidades en las que es posible hurgar.

A Torri, desde luego, y como buen provocador que es, no le interesa extender el alcance de las ideas que suelta al ruedo, en parte por lo que nos ha dicho ya, que él “es ante todo un descubridor…y no un mísero barretero” y en parte por un delicado esteticismo que tiene mucho de elitista.

El autor es un convenido –lo reafirma en “El ensayo corto”— de que agotar un tema es una tentación que nos aleja “de las formas puras del arte” y que las apreciaciones fugaces poseen una “delicada fragancia” que podemos dañar si detenemos en ellas por largo tiempo la atención.

“Es el ensayo corto la expresión cabal, aunque ligera, de una idea. Su carácter propio procede del don de evocación que comparte con las cosas esbozadas y sin desarrollo”. (Torri, 1992 (p. 33).

Lo inacabado, lo que sólo es entrevisto mediante alusiones y sugerencias es la elección del escritor ante el horror del aserrín insustancial o, peor, de las explicaciones que lo acerquen al público.

En el texto citado: “el desarrollo supone llegar a las multitudes. Es como un puente entre las imprecisas meditaciones de un solitario y la torpeza intelectiva de un filisteo (p. 34). ¿Pudor literario u orgullosa superioridad? ¿O un pesimismo del tipo: nada existe y si algo existe no puede ser comunicado?

Como sea, Torri (1992) parece abominar de la cercanía del vulgo. En “La oposición del temperamento oratorio y el artístico” critica a los oradores por hallarse “…demasiado sujetos al público, el cual nunca puede ser un útil colaborador del artista. Las más exquisitas formas de arte requieren para su producción e inteligencia algún alejamiento del vulgo” (p. 15).

El absurdo y la creación

Nuestro autor parece decirnos que para que una idea merezca ese nombre debe ser corrosiva. De ahí el carácter meditativo de su obra, en la que muchas veces destaca el lado absurdo e impostado de nuestras costumbres y concepciones. Lo que en este maestro universitario se considera irónico o burlesco es, en realidad, una puerta de escape plenamente asumida:

“Se escribe –confiesa a Emmanuel Carballo (1986), a quien le repite textualmente lo que antes había fijado en “De la noble esterilidad de los ingenio”—algunas veces para escapar a las formas tristes de una vida vulgar y monótona…Evadirnos de la fealdad cotidiana por la puerta de lo absurdo: he aquí el mejor empleo de nuestra facultad creadora” (p. 175).

Esa trasgresión o alteración de la lógica que constituye “la puerta de lo absurdo” instaura, en efecto, mundos fantásticos o imposibles en apariencia, pero que en cierto sentido evocan los descubrimientos de la física cuántica, durante las dos primeras décadas del siglo XX, y de los que acaso Torri haya tenido noticia.

Así como la física subatómica descubrió que existe un ámbito de la naturaleza que escapa a las restricciones de la lógica y en el que no rigen las leyes del mundo que experimentamos mediante los sentidos (una “realidad” trastocada), el narrador de “Mi único viaje” relata el caso de un amigo suyo tan mentiroso que cuando hablaba de seres que sí existían, éstos dejaban de existir en el mundo de la realidad para existir en el de la mentira, un mundo en el que, como en la nueva Física, “no hay leyes naturales que limiten las posibilidades reales de los fenómenos”, según explica el narrador al inicio del relato (Torri, 1987 (p. 21).

“Este género de muerte (la súbita desaparición de la persona mencionada por el mentiroso en alguna plática incidental) cogía desprevenidas a las gentes, que desaparecían, verbi gratia, en lo más encarnizado de una riña, o en el punto de reconciliarse dos antiguos enemigos, o en cualquier otro trance grave de la vida” (p.22).

La alegoría parece una exploración sobre el poder fundacional de la palabra: ¿De verdad –como suponía Quevedo—“las palabras son aire y van al aire”? o, mejor ¿instauran una realidad inmaterial que cobra vida en cuanto es nombrada, por existir ya en el conocimiento de los hablantes que la compartieron?

¿O sugiere todas las posibilidades infinitas de realidades o mundos posibles surgidos de la mentira o los prejuicios que pueblan las miles de conversaciones que a diario tienen lugar entre los hombres?

La fantasía es en Torri, como se ve, una forma de radicalidad, cuyo poder transformador puede resultar hasta peligroso para un mundo que, como ha demostrado Foucault, abomina de la locura, precisamente por su capacidad liberadora y predictiva.

La perplejidad en que nos instala el universo de Torri resulta de lo que, al parecer, es su convicción: no hay creación sin radicalismo. Y el suyo, es la subversión del orden natural de las cosas mediante su reducción al absurdo.

En “De fusilamientos” (1992), por ejemplo, ironiza sobre el tema de las ejecuciones proponiendo “mejoras”: evitar que se realicen al amanecer, o que el pelotón esté conformado por hombres aseados que debieran ofrecer una mejor presentación al pararse frente al condenado para que éste no tenga ante sí un espectáculo deplorable –como si el trance de la propia muerte no lo fuera de suyo-- y no ande pidiendo que le venden los ojos.

La condena a este acto de barbarie queda rubricada mediante una sutil operación que consiste en reparar con la mayor seriedad en detalles aledaños, insignificantes y hasta frívolos frente a algo que, sin importar cuánto se mejore seguirá siendo un drama: el drama de la muerte. Mediante el recurso de desviar la atención de la solución extrema hacia los detalles, logra precisamente lo contrario: que la atención se fije en el acto de barbarie.
Otro tanto ocurrirá en “El ladrón de ataúdes” (Torri, 1987 (p. 19), cuento en el que no obstante los detallados datos que se proporcionan acerca de los fallecidos, lo que importa son los ricos ornamentos con que se revisten las cajas mortuorias y que le dan a éstas un interés propio más allá del personaje cuyos despojos mortales está destinada a albergar.

Si ridículo resulta el interés del coleccionista de ataúdes más lo es el afán de los mortales por adquirir cajas cuya finura de materiales y confortables interiores en nada benefician al difunto y mucho despiertan la avaricia de coleccionistas que luego medrarán con la venta de esas reliquias tan valiosas que hasta engendran un mercado negro con conocedores y toda la cosa.

Este género de ironía es descrito por Helena Beristáin (2006) como disimulación o disimulo, por sustituir el emisor un pensamiento por otro, con lo cual oculta su verdadera opinión para que el receptor la adivine, por lo que juega durante un momento con el desconcierto o el malentendido. La ironía por disimulación es tan ingeniosa y delicada, que no parece de burla sino en serio, como los consejos para mejorar los fusilamientos, o los que da el autor en el relato “De funerales” en los que con sorna, se queja de lo mal que anda la oratoria fúnebre y, en general, todo el ritual de las exequias.

Como se ha sugerido (Carballo, 1986) la obra de Julio Torri prefigura entre nosotros los textos de Juan José Arreola, por su estilo breve e intimista y una desbordada imaginación, lo cual se extenderá en los años siguientes en autores como Francisco Tario y Augusto Monterroso, en quienes la precisión es condición de la brevedad.

Con Torri se inaugura, pues, el humor y la aspiración hacia la quinta esencia extrema, al punto que Lauro Zavala considera que el primer libro de minificción en Hispanoamérica es precisamente Ensayos y poemas, de Julio Torri.



 BIBLIOGRAFÍA

 Beristáin, Helena (2006). Diccionario de retórica y poética (9ª. Ed). México, D.F., México: Editorial Porrúa.

Carballo, Emmanuel (1986). Protagonistas de la literatura mexicana. México, D.F., México: Ediciones del Ermitaño/SEP (Colección Lecturas Mexicanas 48. Segunda serie).

Torri, Julio (1987). El ladrón de ataúdes. México, D.F., México: FCE.

Torri, Julio (1992). De fusilamientos y otras narraciones (1a. reimp. De la 2ª. Ed., 1984) México, D.F., México: FCE/SEP (Colección Lecturas mexicanas 17).