martes, 10 de enero de 2012

2012: crisis económica y crisis de legitimidad

En el plano internacional 2012 inició con las mismas oscuras previsiones con las que concluyó 2011: con una recesión económica mundial tocando a la puerta como efecto de la crisis de la eurozona.

Según The Economist, la mayor austeridad fiscal traerá consigo menos empleo y más presión sobre los servicios públicos, en lo que, decimos nosotros, constituye la mayor paradoja creada por la actual fase del capitalismo globalizado: reducir gastos e inversión gubernamental en momentos en que las economías requieren mayor estímulo.

Nada nuevo dentro de un modelo que --lo hemos dicho ya-- se impuso desde mediados de la séptima década del siglo XX para responder a la caída en la tasa de ganancia.


El nuevo modelo globalizador se manifestó en toda su crudeza durante estos años, pues entre sus efectos pueden señalarse un retroceso mundial de los sistemas de seguridad social, una reducción de las conquistas laborales de la población asalariada y la agudización del desempleo estructural que, según reportó en octubre del año pasado la Organización Internacional del Trabajo, afecta ya a unas 700 millones de personas en el mundo.

Como correlato a este contexto económico, la población de diversas partes del globo ha empezado a manifestar su repudio a un sistema económico mundial que los condena al atraso, la marginación y la desigualdad y que los excluye incluso de las decisiones políticas más elementales.

La llamada Primavera árabe, que condujo al derrocamiento de Hosni Mubarak en Egipto y de Muammar Kadafi en Libia, se completó con revueltas en Yemen, Siria y Túnez durante los primeros meses de 2011.

Si bien aún es pronto para prever las consecuencias finales de estos levantamientos en la región del Magreb, lo visible hasta ahora es que los nuevos gobiernos provisionales no han cumplido con las demandas de democratización que impulsaron los cambios en el amanecer del año pasado.

En Occidente la rebelión ha tenido un cariz menos sangriento, aunque no ha estado exenta de hechos violentos como los disturbios ocurridos en Inglaterra o las ofensivas de la policía española contra los integrantes del movimiento 15M, después llamados Indignados, que en mayo ocuparon la Plaza del Sol en Madrid y que extendieron sus protestas contra la visita del Papa Benedicto XVI quien a mediados de año llegó a España para encabezar el Encuentro Mundial de la Juventud, un evento que costó millones de euros al gobierno del socialista Rodríguez Zapatero, en momentos en que el país era azotado por la crisis de la deuda que amenaza destruir toda la zona euro.

La crisis de legitimidad que estos años afecta a los gobiernos constituidos –y que también se ha manifestado en las movilizaciones de los estudiantes chilenos en demanda de una educación gratuita y que ha costado ya al gobierno del derechista Sebastián Piñera, la cabeza de dos ministros de educación y la caída en su nivel de aceptación pública; así como en los movimientos de Ocupación de Wall Street y de otras ciudades de Estados Unidos, e incluso del mundo—tiene un denominador común: la idea de recuperar para los ciudadanos el gobierno del mundo más allá del que detentan las élites políticas.

La consigna: somos el 99 por ciento, describe de manera muy ilustrativa el sentimiento de que resulta inadmisible que una minoría --el 1 por cieto-- imponga sus criterios económicos y políticos y mantenga sojuzgada a la mayoría.

La crisis de legitimidad de las llamadas democracias occidentales se caracteriza por la cada vez más clara conciencia de que no es en las urnas, mediante el voto de las mayorías donde se decide el destino de los pueblos. Sino que éste se encuentra regido por los intereses económicos de las grandes corporaciones, por los centros de especulación financiera y por los cada vez más poderosos y omnipresentes intereses mediáticos.

En suma, que la suerte de millones en el mundo no depende de los órganos de representación política elegidos por los ciudadanos mediante el sufragio universal, sino de los poderes fácticos, los cuales gobiernan el planeta sin necesidad de aparecer en las boletas electorales, porque no lo necesitan para implantar su poder y decisiones.

La crisis de la deuda que tiene en jaque a la eurozona y que supuso la imposición de drásticos programas de ajuste en países como Portugal, Grecia, Irlanda, Italia y España, ha conducido a los ciudadanos a preguntarse por el sentido que tiene votar por gobiernos de izquierda o de derecha, si al final las decisiones importantes terminan por ser impuestas desde el extrerior.

España es un caso paradigmático. En elecciones adelantadas, el pasado 20 de noviembre los electores echaron de la Moncloa al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) que gobernó con José Luis Rodríguez Zapatero.
Los malos resultados económicos de los socialistas, que en muchos casos aplicaron medidas económicas antipopulares más propias de gobiernos de derecha, condujeron a los españoles a votar por el derechista Partido Popular y su candidato Mariano Rajoy.

Como era de esperarse, en su primera intervención pública como gobernante electo anunció recortes al gasto público y mayores impuestos. Es decir, la profundización de las políticas por las cuales los votantes se deshicieron del PSOE. ¿Tenían opción los españoles?

La respuesta a la cuestión muestra además otro rasgo de la crisis de legitimidad de esta hora: la difuminación de las fronteras ideológicas que permitían como el fundamento económico se ha impuesto sobre las definiciones ideológicas haciendo valer aquella consigna del fin de la historia y de las ideologías preconizada con la caída del inexactamente llamado socialismo real. Consigna que significaba precisamente la preeminencia del capitalismo y sus recetas aceptadas universalmente.

Hoy los gobiernos de izquierda han  abandonado sus fundamentos ideológicos en nombre de un pragmatismo que, una vez en el poder, les impide diferenciar sus políticas para acogerse a las muy limitadas posibilidades de sólo los cambios posibles. De ahí que los electores se encuentren ante simulacros de democracia dentro de los que los únicos gananciosos son los miembros de las élites, algo que empiezan a rechazar abiertamente.

Estas son las coordenadas por las que ha discurrido el mundo y que seguramente continuará marcando la agenda de los acontecimientos y los debates durante los próximos 12 meses.