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jueves, 9 de mayo de 2013

Oficio y Desmadre/VI



Texto de Ramón Martínez de Velasco, colaborador invitado.

“Acepto el caos”: Bob Dylan.

Con esta entrega termino mi trilogía dedicada a la revista Desmadre, que vio la luz de 1982 a 1985, ininterrumpidamente.

De los fundadores, “Luciano murió de cirrosis. Martín se fue a Veracruz. Ramón a Querétaro. Juan Bautista se casó y desapareció. No sabemos si se retiraron o sigan escribiendo. Hace varios años que no se comunican”. (Alberto Vargas Iturbe, ‘Necropsia de un poeta’).

Martín Ortiz Zaldívar, en efecto, se fue a vivir a Xalapa, cuando todavía era habitable. Lleva 13 años allá, según me acabo de enterar por él mismo, pues gracias a esta serie de entregas que envío a Contadero (blog de Jaime Rosales, mi ex compañero reportero en la Gaceta UNAM) me halló y escribió.

Muchas de las portadas y de las viñetas que acompañaban los textos publicados en Desmadre son de su autoría. Sus narraciones y poemas eran muy ‘new age’ y nunca me gustaron del todo. Esa es la verdad. Lo que no recuerdo es cómo lo conocí, pero sí convivimos durante un largo tiempo.

Juan Bautista publica una cosa horrenda llamada Gaceta de Chicoloapan, uno de los 125 municipios del Estado de México donde habita con su esposa e hijos. Allí es dueño del negocio ‘Ciber 4 de Hidalgo’, nombre que sin duda responde a su origen, pues es de Ixmiquilpan.
Tampoco volví a verlo, aunque me lo encontré en un video pro-priísta (www.youtube.com/watch?v=qCGddzp0eBE).

Lo conocí porque era el adjunto de mi maestro de Historia, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPyS) de la UNAM. Era soltero, así que nos poníamos locos de vez en cuando, y esa locura se prolongó durante muchos años. Prácticamente le entramos a todo. Esa es la verdad. Todo ello se reflejó en nuestras lecturas y en nuestra escritura.

De Ramón Martínez de Velasco puedo afirmar que su llegada a la horrible ciudad de Querétaro es culpa de la Muerte. Nunca se ha sentido ni se sentirá queretano; no tiene ningún apego por esta provincia ni por su gente, y siempre estará agradecido por haber nacido en la populosa Ciudad de México, a donde viaja cada que la neurosis sube de tono para beber tarros de cerveza en su amado Centro Histórico, y específicamente en el Salón Corona, donde hubo decenas de reuniones cada que comenzaba a fraguarse un nuevo número de la revista Desmadre (de hecho, uno de los meseros todavía me recuerda y saluda. “Qué locos estaban”, me dice, y se sorprende de que yo siga vivo.)

“Ramón era más bien chaparro, de ojos verdes, cabello largo, delgado, risueño y desmadroso”, según me describe Alberto Vargas Iturbe, atinadamente. Sigo siendo. Tan es así que siempre que me miro al espejo, me pregunto: “¿otra vez yo?”.

Él mismo aporta un dato que no muy recordaba yo. Ese dato llevó a unos a la locura, a otros a la muerte, y a algunos nos hizo dar vuelta en U. “A mediados de los años 80 nos reuníamos en un café del Centro Histórico de la Ciudad de México. Nos llegamos a reunir hasta 40. El café se ubicaba en la esquina de Dolores y Victoria. Todo marchaba bien hasta que llegaron los Infrarrealistas. A ésos les gustaba el vicio de todo tipo. Pedían café y un vaso con agua, sacaban la botella a escondidas y estaban tome y tome. Al poco tiempo se enteró el dueño y nos corrió. Muchos ‘Infras’ publicaron en Desmadre”.

Recuerdo a dos hermanos michoacanos, de apellido Méndez. Uno falleció. Con el otro (Ramón) coincidí, en el 2002, como corrector de estilo en el tabloide Zócalo, fundado por el periodista Carlos Padilla en la Ciudad de México.

Esos hermanos eran de carrera larga. Estar con ellos era como sentarse en la silla eléctrica. El peor de todos los ‘Infras’ era Mario Santiago Papasquiaro. El tipo daba miedo y era muy difícil seguirle el ritmo.

Sobre él ha escrito un tal poeta Luis Felipe Fabre, en su libro Arte & Basura, según me enteré apenas el pasado 28 de febrero.

“El mundo de Papasquiaro es un universo masticado, digerido, escupido y vomitado por los amigos con los que formó el Infrarrealismo, entre ellos el chileno Roberto Bolaño”.

Fabre describe a Santiago como alguien “de vida atribulada y dueño de una personalidad arrolladora, cruzada por la seria adicción al alcohol que lo acompañó desde edad temprana y que lo hizo morir, también prematuramente, en un accidente de tráfico” (1998).

Ramón Méndez lo describe como alguien “inteligente, perspicaz y culto”. Otros lo definen como una persona “de vida aciaga, totalmente entregado a la bohemia y a la escritura no ortodoxa de poemas”.

Yo ignoraba que escritores como Carmen Boullosa, Juan Villoro y Alejandro Aura lo conocieron y publicaron.

“Mario Santiago Papasquiaro es la mejor obra de Mario Santiago Papasquiaro”, escribe el tal Fabre.
No estoy de acuerdo. Anécdotas chistosas aparte, el tipo era insoportable. Dispuesto a llamar la atención al menor pretexto. Se sentía la última cerveza del estadio. Un ángel caído. Un rey en el exilio.

Su mundillo lo ha descrito bien el poeta Hugo Gutiérrez Vega: “Los Infrarrealistas vinieron a verme para pedirme un aula (en la Casa del Lago de Chapultepec). Se las di. Ahí comían y a veces dormían. Por entonces fueron contratados para dos recitales de poesía, pero pagaron esa hospitalidad robando cosas. Los ‘Infras’ eran un grupo de jóvenes greñudos, aspirantes a poetas, que iban de un lado a otro reventando recitales y lecturas de escritores como Octavio Paz. Una estrategia guerrillera de golpear al objetivo y retirarse”.
Tal cual.

El café ‘La Habana’ era la cueva de los ‘Infras’. Allí era también punto de encuentro de periodistas, intelectuales, artistas, pirujillas y burócratas oficinistas que trabajaban en la Secretaría de Gobernación, ubicada a 100 metros de distancia.

No sé cómo, pero Santiago olfateó las tertulias literarias que culminaban con un número más de la revista Desmadre. Sabía que le huíamos, pero nos seguía. Como un perrito. De veras no entiendo qué le admiran sus admiradores.