Texto de Ramón Martínez de Velasco, colaborador invitado.
“Acepto el caos”: Bob Dylan.
Con esta entrega termino mi
trilogía dedicada a la revista Desmadre,
que vio la luz de 1982 a
1985, ininterrumpidamente.
De los fundadores, “Luciano murió
de cirrosis. Martín se fue a Veracruz. Ramón a Querétaro. Juan Bautista se casó
y desapareció. No sabemos si se retiraron o sigan escribiendo. Hace varios años
que no se comunican”. (Alberto Vargas Iturbe, ‘Necropsia de un poeta’).
Martín Ortiz Zaldívar, en efecto,
se fue a vivir a Xalapa, cuando todavía era habitable. Lleva 13 años allá,
según me acabo de enterar por él mismo, pues gracias a esta serie de entregas
que envío a Contadero (blog de Jaime
Rosales, mi ex compañero reportero en la Gaceta UNAM)
me halló y escribió.
Muchas de las portadas y de las
viñetas que acompañaban los textos publicados en Desmadre son de su autoría. Sus narraciones y poemas eran muy ‘new
age’ y nunca me gustaron del todo. Esa es la verdad. Lo que no recuerdo es cómo
lo conocí, pero sí convivimos durante un largo tiempo.
Juan Bautista publica una cosa
horrenda llamada Gaceta de Chicoloapan,
uno de los 125 municipios del Estado de México donde habita con su esposa e
hijos. Allí es dueño del negocio ‘Ciber 4 de Hidalgo’, nombre que sin duda
responde a su origen, pues es de Ixmiquilpan.
Tampoco volví a verlo, aunque me
lo encontré en un video pro-priísta (www.youtube.com/watch?v=qCGddzp0eBE).
Lo conocí porque era el adjunto de
mi maestro de Historia, en la
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPyS) de la UNAM. Era soltero, así
que nos poníamos locos de vez en cuando, y esa locura se prolongó durante
muchos años. Prácticamente le entramos a todo. Esa es la verdad. Todo ello se
reflejó en nuestras lecturas y en nuestra escritura.
De Ramón Martínez de Velasco
puedo afirmar que su llegada a la horrible ciudad de Querétaro es culpa de la Muerte. Nunca se ha sentido
ni se sentirá queretano; no tiene ningún apego por esta provincia ni por su
gente, y siempre estará agradecido por haber nacido en la populosa Ciudad de
México, a donde viaja cada que la neurosis sube de tono para beber tarros de
cerveza en su amado Centro Histórico, y específicamente en el Salón Corona,
donde hubo decenas de reuniones cada que comenzaba a fraguarse un nuevo número
de la revista Desmadre (de hecho, uno
de los meseros todavía me recuerda y saluda. “Qué locos estaban”, me dice, y se
sorprende de que yo siga vivo.)
“Ramón era más bien chaparro, de
ojos verdes, cabello largo, delgado, risueño y desmadroso”, según me describe
Alberto Vargas Iturbe, atinadamente. Sigo siendo. Tan es así que siempre que me
miro al espejo, me pregunto: “¿otra vez yo?”.
Él mismo aporta un dato que no
muy recordaba yo. Ese dato llevó a unos a la locura, a otros a la muerte, y a algunos
nos hizo dar vuelta en U. “A mediados de los años 80 nos reuníamos en un café
del Centro Histórico de la
Ciudad de México. Nos llegamos a reunir hasta 40. El café se
ubicaba en la esquina de Dolores y Victoria. Todo marchaba bien hasta que
llegaron los Infrarrealistas. A ésos les gustaba el vicio de todo tipo. Pedían
café y un vaso con agua, sacaban la botella a escondidas y estaban tome y tome.
Al poco tiempo se enteró el dueño y nos corrió. Muchos ‘Infras’ publicaron en Desmadre”.
Recuerdo a dos hermanos
michoacanos, de apellido Méndez. Uno falleció. Con el otro (Ramón) coincidí, en
el 2002, como corrector de estilo en el tabloide Zócalo, fundado por el periodista Carlos Padilla en la Ciudad de México.
Esos hermanos eran de carrera
larga. Estar con ellos era como sentarse en la silla eléctrica. El peor de
todos los ‘Infras’ era Mario Santiago Papasquiaro. El tipo daba miedo y era muy
difícil seguirle el ritmo.
Sobre él ha escrito un tal poeta
Luis Felipe Fabre, en su libro Arte &
Basura, según me enteré apenas el pasado 28 de febrero.
“El mundo de Papasquiaro es un
universo masticado, digerido, escupido y vomitado por los amigos con los que
formó el Infrarrealismo, entre ellos el chileno Roberto Bolaño”.
Fabre describe a Santiago como
alguien “de vida atribulada y dueño de una personalidad arrolladora, cruzada
por la seria adicción al alcohol que lo acompañó desde edad temprana y que lo
hizo morir, también prematuramente, en un accidente de tráfico” (1998).
Ramón Méndez lo describe como
alguien “inteligente, perspicaz y culto”. Otros lo definen como una persona “de
vida aciaga, totalmente entregado a la bohemia y a la escritura no ortodoxa de
poemas”.
Yo ignoraba que escritores como
Carmen Boullosa, Juan Villoro y Alejandro Aura lo conocieron y publicaron.
“Mario Santiago Papasquiaro es la
mejor obra de Mario Santiago Papasquiaro”, escribe el tal Fabre.
No estoy de acuerdo. Anécdotas
chistosas aparte, el tipo era insoportable. Dispuesto a llamar la atención al
menor pretexto. Se sentía la última cerveza del estadio. Un ángel caído. Un rey
en el exilio.
Su mundillo lo ha descrito bien
el poeta Hugo Gutiérrez Vega: “Los Infrarrealistas vinieron a verme para
pedirme un aula (en la Casa
del Lago de Chapultepec). Se las di. Ahí comían y a veces dormían. Por entonces
fueron contratados para dos recitales de poesía, pero pagaron esa hospitalidad
robando cosas. Los ‘Infras’ eran un grupo de jóvenes greñudos, aspirantes a
poetas, que iban de un lado a otro reventando recitales y lecturas de
escritores como Octavio Paz. Una estrategia guerrillera de golpear al objetivo
y retirarse”.
Tal cual.
El café ‘La Habana’ era la cueva de los
‘Infras’. Allí era también punto de encuentro de periodistas, intelectuales,
artistas, pirujillas y burócratas oficinistas que trabajaban en la Secretaría de
Gobernación, ubicada a 100
metros de distancia.
No sé cómo, pero Santiago olfateó
las tertulias literarias que culminaban con un número más de la revista Desmadre. Sabía que le huíamos, pero nos
seguía. Como un perrito. De veras no entiendo qué le admiran sus admiradores.