jueves, 13 de octubre de 2011

Alfonso Reyes. Visión de Anáhuac

Tiénese por visión, en su acepción religiosa, una revelación inspiradora; o, en un sentido más secular, la representación imaginativa producida en el interior que supone la acción de la imaginación. Todavía más simple: el punto de vista particular sobre un tema o asunto.

Atenidos a lo anterior, digamos que Visión de Anáhuac, de Alfonso Reyes, es un texto más cercano a la revelación inspiradora por la exaltación del pasado mexicano, del que resulta una percepción más bien idílica. Así, dirá que los primeros mexicanos “Extáticos ante el nopal del águila y de la serpiente –compendio feliz de nuestro campo—oyeron la voz del ave agorera que les prometía seguro asilo sobre aquellos lagos hospitalarios” (p. 15).

Antes que un ensayo, quizá habría que apuntar que se trata de un trozo poético de gran calado tejido a partir de una prosa brillante, sobre la situación de la ciudad de México a la llegada de los españoles y durante la conquista o “encuentro de dos mundos”, si se quiere utilizar el eufemismo que, en ocasión del V centenario, se acuñó para exorcizar el espíritu eurocentrista que entrañaba el término “descubrimiento”.

Y en ese canto a las bienaventuranzas del ser mexicano, comienza Reyes por decir que nuestro suelo constituye un “nuevo arte de naturaleza”, en el que, en una feliz metáfora, ve al maguey como una especie que lanza “a los aires su plumero” y al nopal como un candelabro cuyos discos han sido “conjugados en una superposición necesaria, grata a los ojos” (p.12).

Se trata, como digo, de un texto más cercano a la poesía que a los recovecos y tanteos que entraña el ensayo. En cambio, en él abundan la rica descripción del paisaje, la alusión a la cultura helenística acerca de la cual Reyes era un erudito y la evocación imaginativa y pinturera de la casa de los dioses, del mercado y el palacio del emperador Moctezuma.

De la primera destaca el portento arquitectónico que significó su construcción. “Pocos pueblos –dice citando a Humboldt—habrán movido mayores masas” (p. 19). Del mercado, recuerda que desde entonces la venta de mercaderías estaba organizada por calles: “Hay calles para la caza, donde se encuentran todas las aves que congrega la variedad de los climas mexicanos…” (p.20).

Hay también calles de herbolarios y a partir de eso Reyes traza una pormenorizada descripción  de la variadísima y rica oferta de productos que allí se expenden “por cuenta y medida”: leña, astilla de ocote, carbón, verduras, frutas, tintes, aceites, granos, vasijas decoradas o pintadas por el primoroso arte indígena.

Como Hemingway respecto de París, el políglota regiomontano nos hace ver que con toda aquella actividad, Tenochtitlán era una fiesta, pues –afirma citando esta vez a Bernal Díaz del Castillo—“el zumbar y ruido de la plaza asombra a los mismos que han estado en Constantinopla y en Roma” (p.21).

La descripción del palacio de Moctezuma no es menos suntuosa ni le va a la zaga en cuanto a la abundancia de detalles y en la exaltación de la riqueza. Tanto, que nos recuerda como, ante el conquistador extremeño, el emperador  “¿no ha de levantar sus vestiduras para convencer a Cortés de que no es de oro?” (p.24).

Con fino y señorial estilo, traza Reyes el perfil acaudalado del gobernante, al que describe rodeado todo el día por un séquito de hasta 600 servidores; su abundante y dispendiosa mesa asiduamente ocupada por convidados; sus diversiones, placeres y pasatiempos, y hasta la forma en que se ataviaba (“Vestíase todos los días cuatro maneras de vestiduras, todas nuevas y nunca más se las vestía otra vez”. P. 25).

Junto con ello, el trato y la reverencia que estaban obligados a profesarle quienes lo encontraban por la calle en sus inusuales paseos fuera de palacio custodiado por una larga procesión, o a quienes recibía en éste con alguna embajada o encargo. Todos cuantos acudían a su presencia, debían hacerlo descalzados, “con la cabeza baja y sin mirarlo a la cara” (p.25).

En esta pintura alfonsina del Anáhuac, el pueblo  no es menos feliz que su gobernante y, para empezar, como aquél, “se atavía con brillo, porque está a la vista de un gran emperador” y “sus caras morenas tienen una impavidez sonriente, todas en el gesto de agradar” (p.18).

Y si en lo físico se muestra una loable dignidad, otro tanto ocurre con el alma mexica, en cuyo lenguaje, suave, armonioso y exento de gritos y destemplanzas, ve el poeta “una canturía gustosa. Esas Xés, esas tlés, esas chés que tanto nos alarman escritas, escurren de los labios del indio con una suavidad de aguamiel” (p. 18).

Acaso por ello lamenta la pérdida de la poesía indígena mexicana, la verdadera, no la que nos ha llegado adulterada “poco después que la vieja lengua fue reducida al alfabeto español” (pp. 31-32).

Como en las grandes piezas musicales concluidas por segundones tras la muerte del maestro, así aquí, advierte Reyes el decaimiento en la parte final de algunos poemas, “y es quizá aquella en la que el misionero español puso más la mano” (p. 35).

Una poesía en la que traslucía la flor y el canto (flor, signo de lo noble y lo precioso), la naturaleza y el paisaje del Valle.

Al final del texto, Alfonso Reyes parece justificar su encendida evocación del Anáhuac al señalar que “la emoción histórica es parte de la vida actual, y, sin su fulgor, nuestros valles y nuestras montañas serían como un teatro sin luz” (p.36).

Como corolario, pide no negar la evocación ni desperdiciar la leyenda, menos si éstos, como objetos de belleza son capaces de engendrar “eternos goces”. (p. 38).



Noticia biográfica

De acuerdo con la nota biográfica incluida por José Luis Martínez, en el tomo I de El ensayo mexicano moderno, Alfonso Reyes (Monterrey, Nuevo León, 17 de mayo de 1889-México, DF, 27 de diciembre de 1959) hizo traducibles para el mundo nuestras mejores esencias.

Por la aguda y pródiga belleza de su estilo, por el dominio magistral que tiene sobre todos los matices de las letras y por la lucidez y originalidad de sus estudios y ensayos –especialmente en el campo de la teoría literaria—Alfonso Reyes es uno de los escritores que honran la cultura mexicana.

Tras iniciar sus estudios en Monterrey, en 1905 los continuó en la Escuela Nacional Preparatoria. Se graduó como abogado y participó en las empresas culturales de El Ateneo de la juventud.

La trágica muerte de su padre, el general Bernardo Reyes lo empujaron a Europa a mediados de 1913. Tras una estancia de 13 años en aquel continente en el que ocupó puestos diplomáticos, a principios de 1939 regresó a México donde preside La Casa de España que luego de transformó en El Colegio de México.





Bibliografía


Reyes, Alfonso (2004). Visión de Anáhuac y otros ensayos. México: FCE (Col. Conmemorativa 70 aniversario).

Martínez, José Luis (2001). El ensayo mexicano moderno I. México: FCE (Letras mexicanas).


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