martes, 18 de octubre de 2011
Miguel Angel Granados Chapa
Al mediar la década de los 80, don Miguel Angel Granados Chapa participó con Benjamín Wong Castañeda en la fundación del periódico Punto. Un semanario que no alcanzó larga vida, pero que sirvió a los lectores del hidalguense como una tribuna más desde la cual seguir el examen de los asuntos públicos a que convocaba el periodista.
La columna que allí escribía --Interés público-- cerraba con una breve apostilla titulada "Mexicanos constructores" en la que --acaso para que valoráramos que no todo en la vida pública era deleznable ni corrupto-- hacía el elogio de quienes con su quehacer contribuyeron a forjar, en algún ámbito, la cultura de este país.
En la hora de su muerte, sobradamente puede incluírsele a él mismo como uno de esos mexicanos constructores. Lo fue porque con sus textos y su activismo político contribuyó en la formación de ciudadanía en un país en el que hasta hace apenas unos decenios los ciudadanos sólo valían en tanto clientelas partidistas
No es una cosa menor, porque para liberar una sociedad de las añagazas materiales y espirituales que la sujetan se requieren ciudadanos informados y en ejercicio intensivo de sus derechos y obligaciones. Y lo hizo sometiendo al escrutinio público los usos, abusos y prácticas gubernamentales que juzgaba contrarias al interés general, a despecho de gobiernos para los cuales la opacidad es garantía de impunidad.
Granados Chapa fue un acucioso observador de la vida pública, una conciencia vigilante que echaremos en falta, de más en más con el correr del tiempo.
Además de su valor informativo, había en sus textos y en sus alocusiones verbales con que cada mañana ejercía desde las frecuencias de Radio UNAM y desde el programa Encuentro de Radio Fórmula, una aspiración permanente por el buen decir, por la búsqueda del término preciso engarzado en un hilo discursivo impecable, a menudo enriquecido con digresiones o frases incidentales, que daban al conjunto un matiz complejo, pero disfrutable.
Acaso por ello ni aun en los textos más duros encontramos a un columnista exaltado o estridente. No, su prosa, como hija de la razón, combinaba austeridad con elegancia; peso argumentativo con una forma exterior serena y hasta comedida, lo que, a su modo, la hacía más filosa y penetrante.
Con esa misma serenidad se despidió de sus lectores el viernes 14 de octubre, con una frase en cuyo laconismo escapa un dejo de molestia e insatisfacción, acaso por tener que dejar su asiento de primera fila como observador de la realidad nacional. La puntualidad de su adiós --sólo dos días antes de su deceso-- da cuenta de que hasta el final, y pese a la enfermedad que lo consumía, mantuvo un espíritu despierto al tanto en todo momento de lo que estaba por ocurrir.
Hoy muchos se asumen como discípulos suyos aunque nunca hayan compartido un salón de clase con el autor de la Plaza Pública. No hacía falta. Su magisterio nunca precisó de aulas porque lo ejerció con su vida misma. Allí el verdadero talante de esta cumbre del periodismo y de las letras mexicanas.
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