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lunes, 5 de agosto de 2013

Van Gogh: arte e infortunio

A la una y media de la mañana del 29 de julio de 1890 un hombre de rostro lívido y cuyas angulosas y rígidas facciones comunicaban a su rostro un aire angelical y terrible a la vez, balbuceó ante su hermano: "Quisiera morir ahora". Al cabo de unos instantes su deseo se cumplió.

Terminaba así la vida que durante 37 años padeció aquel espíritu cuyo temperamento y fuerza quedaron plasmados en lienzos que hoy imponen récord de cotización en las subastas de las casas de arte más prestigiadas del mundo.

Vincent Van Gogh jamás vendió un cuadro ni imaginó que ocurriría. En cambio, supo tangiblemente de una vida marcada por la estrechez económica y convulsionada por su condición esquizofrénica a la que él mismo puso fin disparándose un balazo en el pecho el 27 de julio de 1890. Murió dos días después del incidente.

Recién se conmemoró el 123 aniversario luctuoso de una de esas personalidades que con sus obras dio al mundo una nueva suerte de belleza, y a la que, no obstante, el infortunio pareció perseguir desde la cuna, como observa Baudelaire respecto de Edgar Allan Poe y como lo intuyó el propio Oscar Wilde al poner en boca de uno de sus personajes aquello de que: "Una fatalidad pesa sobre toda superioridad física o intelectual, esa especie de fatalidad que sigue, a través de la historia, los pasos vacilantes de los reyes".

Afirmación que completaba con un velado reproche al destino y a la sociedad: "Los feos y los estúpidos son los mejor librados desde ese punto de vista en este mundo...si no saben nada de la victoria les está, por lo menos, ahorrado el conocimiento de la derrota".

Nacer el mismo día

Fatalidad desde la cuna. Y en el caso de Van Gogh la afirmación es algo más que una imagen retórica: Anna Cornelia Carbentus, que casó en 1851 con el reverendo Théodore Van Gogh, dio a luz el 30 de marzo de 1852 a un niño que moriría a las pocas semanas.

Al año siguiente, sorprendentemente el mismo día y mes nació el segundo hijo de la pareja al que llamaron Vincen Willen, mismo nombre que habían impuesto al niño muerto. El hecho fue interpretado como crucial en la ulterior y desaforada lucha que Vincent libra para encontrar una identidad propia, una que le pertenezca a él sólo; un estilo único que, según sus palabras, le diferenciara de todos y permitiera reconocer su obra aun sin firma.

Luego de una infancia difícil en la que, al decir de su niñera, el comportamiento de Vincent era gracioso y desagradablemente excéntrico, lo que le valía bastantes castigos, a los 12 años es enviado como interno a la escuela de Zeverbergen.

Esta primera separación de la casa paterna produce en él un sentimiento de tristeza y abandono que lo acompañó el resto de sus días. En silencio y con los ojos anegados de lágrimas mira alejarse el carruaje que lleva a sus padres de vuelta al hogar.

Años después escribe a su hermano Théo, en una de las 688 cartas que le envió a lo largo de 17 años: "...cuando se vive en compañía de los suyos se da uno cuenta que hay una razón para vivir, se percibe que uno no es del todo inútil, un parásito, sino que, tal vez, se sirve para algo puesto que necesita uno del otro y que en el camino hay compañeros de viaje".

No obstante que abundan los testimonios que lo describen como un ser insociable, poco inclinado a la compañía de otros, Vincent reclama para sí la comprensión y estima de los demás: "Yo también necesito relaciones amistosas y afectuosas. No soy una fuente pública ni un reverbero de piedra o hierro; por lo tanto, como cualquier otro hombre normal no puedo prescindir de una extraña sensación de vacío, del sentimiento de que algo me falta".

En un momento de su vida descubre su vocación religiosa y se traslada a Amsterdam para iniciar estudios de predicador en la Universidad. Sin embargo, no soporta la preparación del examen de admisión: "Lo que uno debe saber es impresionante". Luego dirá a su profesor, el doctor Méndes de Costa: "¿Cree seriamente que tales horrores --se refiere al griego y al latín-- son indispensables para un hombre que quiere hacer lo que yo deseo: dar paz a las pobres criaturas y reconciliarlas con su presencia aquí en la tierra?".

Abandona aquello y tras un curso de tres meses de formación para evangelistas consigue, con ayuda de su padre, un puesto en la región minera del Borinage, en Bélgica. Las autoridades eclesiásticas juzgan su actuación como excéntrica y critican sus excesos. Le piden que modere su práctica de las virtudes cristianas: un pastor harapiento y sucio no coincide con la imagen normal de un evangelista.

Al cabo de ese episodio Vincent está en una deplorable situación moral, física y económica. Ha perdido la fe, no tiene amigos, trabajo ni proyectos. Théo lo efende profundamente cuando le reprocha su tendencia a pasarse el tiempo sin hacer nada.

El sentimiento de ni siquiera servir a la familia despierta de nuevo: "Si tuviese que creer que soy un problema para ti o para la familia...de modo que sería mejor que no existiera...me invadiría la tristeza y la desesperación. Apenas puedo soportar el pensarlo y es aun más difícil de soportar la idea de que soy causa de discordias, de aflicción e inquietud entre nosotros y en nuestro hogar. Si esto fuera realmente así, preferiría no permanecer mucho tiempo en este mundo".

Después de este episodio habrían de pasar nueve meses para que la correspondencia entre ambos hermanos se reanudara. Y en el que quizá sea uno de los pasajes más definitivos de sus cartas, vuelve al reclamo de su hermano sobre su pereza: "Estaría muy contento si pudieses ver en mí algo más que a un holgazán. Porque hay dos tipos de pereza contrarías entre sí. Hay el hombre que es holgazán por pereza y por falta de carácter y porque su naturaleza es vil.

"Pero está el hombre que es perezoso a pesar de sí mismo, que en su interior está consumido por un gran deseo de acción, pero no hace nada porque es imposible para él hacer algo, porque está como aprisionado en una jaula, porque no posee lo que necesita para volverse productivo. Sirvo para algo ¡sé que podría ser un hombre completamente diferente! Hay algo dentro de mí ¿qué puede ser?".

Y ejemplifica la necesidad insatisfecha que lo consume mediante este ejemplo: "Un pájaro enjaulado en primavera sabe muy bien que hay algo que debe hacer, pero no puede hacerlo ¿qué es? Se le presentan entonces algunas ideas y se dice a sí mismo: 'Los otros construyen sus nidos y ponen sus huevos y crían a sus pequeños' y golpea la cabeza contra las barras de su jaula, pero la jaula sigue allí y el pájaro enloquece de angustia.

"'Mira ese pájaro holgazán' dice otro pájaro que pasa: 'parece vivir a sus anchas'. Sí, el prisionera vive, ningún signo externo indica lo que ocurre en su interior. Tal hombre holgazán se parece a este pájaro holgazán. No siempre puede decirse qué es lo que nos mantiene encerrados, confinados, qué es lo que parece enterrarnos...¿Sabes qué es lo que le libera a uno de esta prisión? Es todo afecto profundo, el amor, esto es lo que abre la prisión mediante algún poder supremo, mediante alguna fuerza mágica. Me alegraría mucho si solamente fuese posible que tú me vieses como algo más que un holgazán del peor tipo".

Esta carta es decisiva. Al cabo de algún tiempo Van Gogh se hallará por fin en el camino de la creación a través de la pintura donde encontró por fin el modo de expresarse, ese hacer algo que lo angustiaba sin poder definir qué era.

Así descubrió para el mundo la posibilidad luminosa del color: investigó en numerosos lienzos las posibilidades cromáticas que lo condujeron a utilizar colores menospreciados por los pintores de su tiempo. Vincent Van Gogh vivió solamente 37 años y ese breve lapso le bastó para recorrer todos los caminos de la perturbación y de la sensibilidad artística.

Su amor, su sacrificio religioso, la expansión prodigiosa y extraña de su ego; en síntesis, su vida sólo interrumpida por él mismo es el reflejo de su pintura. De la obra de un hombre al que todo se le negó: las posibilidades económicas (su hermano Théo lo mantuvo muchos años), compañía y reconocimiento, pero que derramó frenesí para pintar su única obsesión: la vida, que, sin embargo, se obstinó en excluirlo de ella.