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miércoles, 11 de febrero de 2009

Mascaradas

Circula este mes la Primera Encuesta Nacional sobre la Discordia y la Concordia entre los mexicanos. Fue encargada por la revista Nexos, a cuya dirección regresó recientemente el historiador y empresario Héctor Aguilar Camín, y por la Fundación Manuel Arango.

El objetivo, dicen, es "retratar el estado que guarda nuestra democracia en la intimidad de la conciencia ciudadana". En su análisis de los resultados, la revista lamenta que la pluralidad alcanzada en el país haya devenido en pugna e inmovilidad; en estancamiento y confrontación.

Para más de la mitad de la población (52%) el país está estancado y no reconocen que las nuevas prácticas democráticas hayan logrado bienestar.

Establece además que la conducta de los políticos y los ciudadanos no es la deseable en materia democrática, pues éstos últimos incurren en comportamientos que critican a los políticos.

De acuerdo con la encuesta, el saldo de la transición mexicana a la democracia no puede ser más desesperanzador. Ello sería así en el caso de que esa transición hubiera, en efecto, ocurrido.

Es decir, se da por hecho que ya transitamos a la democracia y que, por ende, tenemos "nuevas prácticas democráticas".

Hay una corriente de opinión muy extendida, a la que se adscribe desde luego el grupo Nexos, que insiste en "confundir" alternancia en el poder con transición democrática. Se trata de un alegre diagnóstico cuyo propósito acaso consista en descalificar e inhibir cualquier reclamo de cambio social, puesto que ya habríamos conquistamos el fin último de toda sociedad: la democracia.

Si persisten los males o no mejora la situación personal de los ciudadanos ni aun con la democracia en la que se pretende hacer creer que ya vivimos, acháquese el problema a la imperfección de toda obra humana o a la falta de urbanidad política de los opositores que todo lo mal ven o a los catastrofistas que no saben perder.

En México lo que vivimos fue sólo la alternancia de partidos en el poder. No es poca cosa, dirán algunos dado el atraso político en que vivíamos. Pero ese es sólo un aspecto de los procesos de transición. Y ni aun en ese renglón hemos pasado la prueba del ácido, pues en 2006, cuando una coalición de partidos diferente al conservadurismo que representan el binomio PRI-PAN, estuvo cerca de ganar o incluso lo hizo, se recurrió a toda suerte de malas artes para impedirlo.

La nueva clase política que llegó al poder como resultado de esa alternancia no modificó las estructuras de dominación ni el modelo económico que permitiera un cambio en el patrón de acumulación y distribución de la riqueza nacional, ni movió un ápice el entramado institucional que favorece el ejercicio patrimonialista y faccioso del poder, así como la corrupción.

Los desarreglos institucionales que vivimos y que originan las disputas y jaloneos políticos que la ciudadanía reprueba y que la alejan del interés por los asuntos públicos, es producto, precisamente, de un inacabado proceso de transición democrática.

Incluso una de las nuevas instituciones surgidas en esa etapa --el Instituto Federal Electoral-- que era vital dada la experiencia traumática de recurrentes elecciones fraudulentas, padece hoy un acelerado proceso de deslegitimación y falta de credibilidad, lo cual nos devuelve al principio del camino. A los años en que nadie confiaba en el árbitro.

Otro rasgo de una sociedad que ya ha transitado hacia la democracia es la participación ciudadana. A este respecto, la encuesta que comentamos aporta datos interesantes: sólo un tercio de la población está informado de los acontecimientos del país. Los dos tercios restantes se autocalifican como poco o nada interesados en política.

Esos datos se correlacionan con otro según el cual ningún comportamiento de nuestra clase política genera entusiasmo u orgullo entre la población. Todavía peor: a la ciudadanía le indignan más las tomas de tribuna en las cámaras (28%) que la corrupción (12%), el fraude electoral (2%) o el que no se haga nada frente a la inseguridad (3%).

Lo anterior significa que tenemos una ciudadanía construida a medias y sin capacidad real para ejercer sus derechos políticos, civiles y sociales. Hasta podría afirmarse que se trata de ciudadanos incompletos que ejercen sus derechos con baja intensidad y que incluso muchos de ellos se encuentran excluidos de los más básicos o elementales.

Ahí deben buscarse las causas del conflicto y la discordia que según muchos lacera al país. En el análisis que hace Nexos de su propia encuesta, se sorprende que los ciudadanos incurran en prácticas que reprochan a los políticos. Es natural.

Como ha afirmado Alonso Salazar, alcalde de Medellín (Colombia), las instituciones deben ser mejores que su sociedad. En México estamos al revés: la clase política corrompió a la sociedad.

Se exige que la población cumpla con las leyes, pero el espectáculo que se ofrece en las altas esferas del poder es deplorable. Lo que el público percibe es que en las alturas siempre están buscando fórmulas para eludir la ley. Si un ordenamiento prohibe que los políticos aparezcan en anuncios promoviendo obras, entonces lo que hacen es contratar un clon, un doble que sin ser ellos, haga que la gente asocie su imagen y el resultado es el mismo: se le buscó un recoveco a la ley para burlarla.

Y así podrían recordarse muchos ejemplos. La Ley de Ingresos del gobierno federal incluye siempre un apartado denominado Miscelánea fiscal. En esencia se trata de añadidos a la ley para tapar los huecos que permiten a los contribuyentes evadir al fisco. Y eso se hace cada año, porque cada año los contadores encuentran modos para burlar la legislación, los cuales deben ser tapados con nuevas disposiciones. Y así nos vamos.

¿Por qué ocurre esto? Porque la gente percibe que a los grandes consorcios no se les acosa de la misma forma en el pago de impuestos. Incluso se les condonan o devuelven sumas millonarias por ese concepto. Y todo eso es producto de los arreglos institucionales que permiten a unos ventajas sobre otros.

Así, con Sor Juana podríamos preguntar: quien es más de culpar, aunque cualquiera mal haga: el que peca por la paga o el que paga por pecar.

Ese estado de cosas no sólo genera escasa cohesión social y múltiples conflictos, sino algo que es peor para los propios ciudadanos: los aleja de la política creándoles malestar y fastidio hacia todo lo que tenga que ver con los asuntos públicos.

El efecto lo resumió muy bien una amiga mía: "nada nos interesa y sólo nos dedicamos a crecer como hierbas".

Detengámonos por último en el tema de los acuerdos. La encuesta dice que la ciudadanía conserva rescoldos de intolerancia. Que se exige a los políticos acuerdos y cuando lo hacen cae sobre ellos la sospecha de que traicionaron sus principios. No es casual.

La experiencia ciudadana dice que cuando se ponen de acuerdo el único que pierde es el pueblo. Recuérdense al efecto las llamadas concertacesiones salinistas, cómo se negociaron gubernaturas a cambio de legitimar al régimen.

De todo lo anterior se sigue que lo que revela la encuesta no son los saldos de nuestra pretendida transición democrática; son, más bien, los saldos de una mascarada. De ahí la desesperanza.