Es difícil encontrar una metáfora más a propósito para la hora actual que la pieza teatral El gesticulador, escrita por Rodolfo Usigli en 1937 y estrenada en Bellas Artes 10 años después, el 17 de mayo de 1947.
La anécdota es
conocida:
César Rubio –un
maestro universitario poco valorado, a pesar de su profundo conocimiento de la
revolución mexicana-- se muda con su familia al norte de México.
Desde el
principio asistimos al drama de una familia que rumia su pobreza y culpa al
padre de sus propios fracasos, pues Miguel (el hijo) es un estudiante mediocre que nunca
consiguió nada en la universidad y Julia (la hija), una joven que se considera fea e
incapaz por ello de retener el amor de su vida.
Se trata de una
familia enfrentada, inconforme consigo misma, en la que el juicio de los hijos
sobre el padre es lapidario, pero incapaces ellos mismos de superar su propia
mediocridad.
La vida de todos
da un vuelco con la súbita presencia de un investigador estadounidense
apasionado por la historia de México, quien busca datos que lo conduzcan a
resolver la incógnita de la repentina y misteriosa desaparición del más
importante precursor de la revolución mexicana, ocurrida en 1914, y de quien
nunca más se supo nada: el gran revolucionario César Rubio.
La homonimia y
el puntual conocimiento que tiene de esos episodios, hacen concebir al maestro
César Rubio la idea de hacerse pasar por el héroe revolucionario desaparecido. Tentado por la idea y por los miles de dólares que la empresa le
reportaría, hace creer al investigador universitario que él es el personaje que
busca y que le cederá las pruebas necesarias a condición de que nunca revele el
hallazgo.
El
investigador no resiste la tentación, rompe el pacto y publica la historia. En
México la revelación de la existencia del famoso revolucionario que pasó cerca
de 24 años oculto bajo la fachada de un insignificante profesor universitario,
provoca una conmoción política.
Por orden
presidencial el líder del Partido Revolucionario de la Nación, el presidente
municipal y los diputados federales visitan a César Rubio y tras pedirle
pruebas de su identidad, le ofrecen competir por la candidatura a gobernador
del estado, pues el actual precandidato sólo favorece a un grupo reducido de
políticos y excluye al resto de los beneficios de ser gobierno.
La esposa, que
está al tanto de la mentira, se opone y pide a César que decline el
ofrecimiento, pero éste permite que la farsa continúe y acepta competir por la
candidatura. Navarro, el otro precandidato del Partido, enfrenta a César Rubio,
le hace saber que conoce la mentira porque él mismo se encargó de asesinar al
verdadero revolucionario.
Le exige que se
retire de la contienda o quedará exhibido. Rubio se niega y lo amenaza a su vez
con denunciar su crimen.
Rubio acude al plebiscito
del que, debido a su popularidad, todos suponen que saldrá ungido como el
candidato oficial al gobierno de la entidad. Sin embargo, un sicario contratado
por Navarro lo asesina al llegar al lugar de la elección. El victimario es, a su
vez, muerto por los hombres de Navarro y presentado como un “fanático católico”
por los crucifijos y escapularios que le habían hecho colgarse sus
contratantes.
Al enterarse, la
familia queda destrozada y, aunque todos saben que Navarro es quien ordenó el
homicidio, se convierte en el candidato sustituto que de inmediato se gana el apoyo del
pueblo, mediante el hipócrita expediente de honrar la memoria del político que
mandó asesinar.
Si bien el
conflicto de valores humanos está presente en toda la trama, lo que aparece
como telón de fondo determinando y empujando esa transgresión ética es el
naciente sistema político mexicano que hacia la tercera década del siglo XX
había ya tergiversado los ideales revolucionarios.
No es casual que
la acción se escenifique en un estado del norte del país. Recuérdese que
finalmente la revolución fue ganada por el grupo Sonora, a la cabeza del cual
figuraban los generales Plutarco Elías Calles y Álvaro Obregón. De hecho, el
asesinato de César Rubio, atribuido a la acción de un “fanático católico”,
recuerda el asesinato de Obregón en el restaurante La bombilla, en San Ángel.
En este caso,
José León Toral, catalogado de inmediato como fanático religioso, también fue
ultimado en el lugar de su magnicidio, el cual, por cierto, impidió que se
consumara la primera traición de los sonorenses al espíritu de la revolución y
a la letra de la Constitución que impedía la reelección presidencial que se
hubiera consumado si Obregón no muere en ese atentado.
Pero más allá de
esa alusión histórica, lo que El gesticulador pone de manifiesto es la forma
como los ideales revolucionarios (en la pieza teatral representados por el revolucionario César Rubio) fueron posteriormente encarnados y adulterados por
impostores (el maestro César
Rubio), quizá en ocasiones involuntarios, pero dispuestos a medrar con los
anhelos populares en cuanto se presentara la oportunidad.
Y ello merced a
un complejo, pero sutil mecanismo político que aseguraba impunidad y hasta
honores a cambio de complicidades silenciosas. En un país en el que la cultura
no paga –el maestro César Rubio cobraba cuatro pesos por sus clases en la universidad—el
camino más rápido de ascenso en la pirámide social es la política.
Y ésta se
encuentra ya tan corrompida que el sendero hacia la prosperidad económica
encuentra los atajos del chantaje. De ahí que el profesor Rubio piense utilizar
lo que sabe de los políticos locales para hacerse de algún hueso en el
gobierno.
La posterior
suplantación del héroe revolucionario le parece a César Rubio casi un acto de
justicia inmanente: total, razona, “todo el mundo vive aquí de apariencias, de
gestos…Y ellos sí hacen daño y viven de su mentira. Yo soy mejor que muchos de
ellos. ¿Por qué no…?”.
Esa postura
tomará carta de naturalización mediante la justificación instantánea de
riquezas inexplicables con cargo al eufemismo aquel de “hacerle a uno justicia
la Revolución” y que más tarde daría paso al cinismo conceptual que encriptaba
la corrupción en la frase “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”.
Usigli es un
perspicaz observador de los resortes que mueven la política de la época en la
que escribe y la vigencia de su obra, se debe a que esos mecanismos persistirán
afinados y renovados a lo largo de las siguientes décadas, a saber:
a)
El atropello y la adecuación de
la ley a las necesidades no del país sino de las ambiciones políticas
personales y las necesidades coyunturales del grupo gobernante:
En este sentido, César Rubio hace notar a los políticos que
insisten en postularlo que existe un impedimento legal: la constitución
prescribe que el elegido deberá acreditar una residencia de por lo menos un año
en el estado y él acaba de llegar.
Lo que sigue es la más pura manifestación de la picarezca
política del sistema:
--Estrella (presidente del Partido): Los gobiernos no pueden regirse
por leyes de carácter general sin excepción…Deje usted al partido encargarse de
legalizar la situación.
Además --dice el personaje, en lo que constituye una perla del contorsionismo político-- no se trata de transgredir la ley sino de "legalizar una situación".
b)
Nadie puede ir a
contracorriente de las creencias populares. Fijada una idea en el manipulable
imaginario colectivo, sin importar lo falsa que sea, adquiere rango de verdad incontrovertible (Confróntese con el caso actual de las encuestas).
Cuando
Navarro amenaza con desenmascararlo ante la gente, César Rubio le grita:
“¡Imbécil! No
puedes luchar contra una creencia general. Para todo el Norte soy César
Rubio…Anda y denúnciame. Anda y cuéntale al indio que la virgen de Guadalupe es
una invención de la política española. Verás qué te dice. Soy el único César
Rubio porque la gente lo quiere, lo cree así”.
c)
La simulación que convierte a
quienes traicionan los anhelos populares y a los criminales en héroes
nacionales.
Navarro, por
ejemplo, fue hecho coronel por haber asesinado al revolucionario César Rubio,
como sale a relucir en la discusión que sostiene con el maestro que ha tomado
el lugar de aquél. Para rematar, éste le dice:
“¿Quién es cada
uno en México? Dondequiera encuentras impostores, simuladores; asesinos
disfrazados de héroes, burgueses disfrazados de líderes; ladrones disfrazados
de diputados, caciques disfrazados de demócratas, charlatanes disfrazados de
licenciados, demagogos disfrazados de hombres. ¿Quién les pide cuentas? Todos
son unos gesticuladores hipócritas”.
Al final lo que
queda claro es, en efecto, la impostura de todos: el sistema mandó asesinar al
verdadero César Rubio; cuando reaparece, intenta incorporarlo de inmediato a la
esfera del poder; el maestro –justificado a sí mismo porque todos son
impostores, se acoge al simulacro; cuando es asesinado por los sicarios de
Navarro, éste asume la candidatura y gana el reconocimiento popular al honrar
la memoria del héroe caído.
La historia así,
recomienza una y otra vez: los traicionados y repudiados de ayer, serán los
héroes de mañana, entronizados, en una cruel paradoja, por quienes los
asesinaron, pero a quienes sirven hoy como fetiches, pues, como dice Navarro al
joven Miguel: “México necesita de sus héroes para vivir”.
Sin importar que
en ese panteón de próceres haya de todo: impostores, simuladores,
gesticuladores.
El diálogo entre
Navarro y Miguel con que concluye la obra es la rúbrica que muestra como en
este país nadie podrá probar nunca un crimen político, un acto de corrupción,
una traición al pueblo...un fraude electoral, porque todos, tarde o temprano, se convierten en cómplices y, por tanto, en rehenes del sistema.
Eso es lo que
Usigli describe con maestría en su obra. De ahí su vigencia.