lunes, 6 de abril de 2009

Campaña sucia, el otro debate

La política fue, en principio, el arte de
impedir a la gente meterse en lo que le
importaba. Después agregósele el arte de
comprometer a la gente a decidir sobre lo
que no entiende

Paul Valery


El dirigente del Partido Acción Nacional (PAN) inició hace tres semanas lo que se califica como una "campaña sucia" contra el Partido Revolucionario Institucional (PRI), al que primero emplazó a definir, de cara a la opinión pública, si estaba con el Presidente o no, en la lucha contra el crimen organizado, y luego lo acusó de ser un partido narco.

Ese episodio reavivó en los medios de comunicación la polémica acerca de la validez de las campañas sucias. Algunos columnistas las rechazan; otros sostienen que son parte de la competencia democrática. Ponen como ejemplo a Estados Unidos. Allá, argumentan, los candidatos "se tiran con todo", pero tras las elecciones saben acatar los resultados y se circunscriben a la institucionalidad.

El problema, nos parece, depende de la cultura política de los electores. En México, hay que decirlo, en general la gente tiene una pobre formación política que la hace fácilmente influenciable por este tipo de propaganda. Y eso ocurre en todos los ámbitos del espacio público.

Recién lo vimos en el fútbol. Un seleccionado nacional insultó a un reportero diciéndole que la diferencia entre ambos era que él estaba en Europa. Ese fue un comentario claramente denigratorio y racista. Tácitamente le dijo que quienes viven aquí son, por ese sólo hecho, ciudadanos inferiores.

Tres días después el público --generoso y paciente como es, según algunos-- coreaba el nombre de ese jugador como si no los hubiera insultado, así sea de manera indirecta.

En una campaña electoral lo que tratan de evitar los políticos es que el de enfrente se les adelante, no en cuanto a ganar la preferencia del electorado, sino en las formas de manipularlo.

De ahí que si se analiza con detenimiento, se verá que toda la historia de las reformas en materia electoral realizadas aquí los últimos 20 años tienen que ver con la imposición de candados para evitar que los hombres del poder o los propios partidos políticos, obtengan alguna ventaja frente al electorado. No se trata de reformas positivas, sino negativas.

Nuestra democracia es muy cara, suele afirmarse. Y en efecto lo es, y todo porque se construyen instituciones para evitar que unos manipulen más que otros. El IFE, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y toda la maraña burocrática construida alrededor de las elecciones cuesta dinero al país, lo lamentable es que sean tan ineficaces y que no tengan otro propósito más que cuidarle las manos al de junto.

De ahí que en este país el Presidente esté legalmente impedido para hacer proselitismo abiertamente en favor de su partido, aunque siempre se las arregle --faltaba más-- para transgredir esa norma.

No es aventurado afirmar que la verdadera razón de esa prohibición radica en el peso simbólico que entre los mexicanos conserva la figura presidencial. Y esa preeminencia de los símbolos sólo se observa en sociedades políticamente atrasadas.

Pese a los avances registrados, en vastos sectores de la población, la autoridad, y más si se trata del Presidente de la República, tiene aún un halo de respetabilidad y fuerza. Es, sin duda, de uno de los resabios más funestos del exacerbado presidencialismo que vivimos por más de siete décadas.

La falta de madurez política del electorado que asiste a las elecciones como quien acude a un mercado, a escuchar la mejor oferta del día --y ello incluye quien y cómo le pega a su contrincante-- lo hace fácil presa de las imágenes simplificadas en que se basan las campañas sucias.

Los gobiernos y sus partidos conocen muy bien al público. Lo tienen bien medido. Saben cómo y cuándo espantarlo, deslumbrarlo o azuzarlo, es decir, cómo y cuando manipularlo.

El PAN está recurriendo a la misma táctica que le resultó en 2006, cuando calificó a Andrés Manuel López Obrador como "un peligro para México". Es probable que no mienta al recordar el talante antidemocrático y corrupto del PRI. Pero de ellos podría decirse exactamente lo mismo, y ejemplos sobran.

La discusión, sin embargo, no es saber quien miente o quien le tira más lodo al adversario. Tampoco debe centrarse el debate en el contenido, eticidad y consecuencias políticas de las campañas sucias; si deben permitirse o no. Es intrascendente legislar para impedirlas (los tramposos siempre encontrarán un resquicio para violar la ley).

El verdadero debate --y en eso tienen responsabilidad los partidos políticos y la sociedad en su conjunto-- es cómo convertir al elector, que actualmente es tratado como un cliente al que se compra o inhibe con despensas o campañas de miedo, en un verdadero ciudadano.

Si en lugar de sólo electores tuviéramos ciudadanos concientes, informados y en pleno ejercicio de sus derechos, este tipo de propaganda sería impensable en nuestro medio.

Los propios ciudadanos la condenarían. El partido que lo intentara quedaría en ridículo y expuesto al rechazo generalizado. Las campañas sucias son una verguenza, no tanto porque reflejen el atraso de la clase política, sino porque reflejan el atraso de los ciudadanos que las permitimos, las consumimos, las atendemos y hasta dejamos que orienten nuestro voto.

¡Hasta la próxima!

1 comentario:

  1. Es indudable que hace falta promover una cultura políttica entre la población. Sin embargo, la falta de credibilidad en los partidos políticos y la indiferencia de la gente a conocer y participar en actividades propiamente políticas -no sólo las electorales- ha propiciado todo este contexto.

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