La crisis del mundo actual, incluido desde luego México, tiene un nombre: crisis de la razón. Esta derrota del "deber ser" tiene su raíz en el sistema económico que es la base de la irracional organización política y social que nos ha conducido al caos actual.
Se trata de un fenómeno de larga data. Ya en 1936, al fijar los fines de la Teoría Crítica (Escuela de Francfort), Herber Marcuse hacía notar que la vida está organizada de tal modo que el destino de los individuos depende del azar y de la ciega necesidad de incontroladas relaciones económicas y no --como debía ser-- de la programada realización de las posibilidades humanas.
En efecto, esas "incontroladas relaciones económicas" condujeron a la crisis financiera que inició en 2008 y cuyos efectos seguimos padeciendo en términos de desempleo, bajos salarios, hambre, pobreza, desigualdad, inseguridad y muerte.
Esa crisis fue producto de un engaño monumental que superó todos los límites de la razón y la inteligencia humanas y que sin embargo pudo imponerse merced a un arreglo institucional que incluyó gobiernos, instituciones académicas, universidades, economistas, empresas, inversionistas, especuladores e instituciones como la Fundación Nobel.
El engaño consistió en sostener que los mercados son naturalmente eficientes, que se autorregulan y que cualquier desequilibrio es rápidamente compensado sin la intervención de agentes externos, específicamente, sin la intervención del Estado.
Paradójicamente el modelo teórico que sustentó esta falacia se denomina Hipótesis de las Expectativas Racionales (HER), y Robert Lucas recibió el Nobel de Economía por sus "contribuciones" al desarrollo de estos modelos.
Esta hipótesis parte de un despropósito irracional: que mediante complejos modelos matemáticos es posible predecir el futuro y que la incertidumbre acerca del mismo puede ser suprimida. En otras palabras: que es posible estimar el riesgo futuro de cualquier inversión a partir de la información del presente y de las estadísticas del pasado, pues para eso existe la tecnología que permite ese tipo de modelaciones. Toda predicción así obtenida es válida e infalible.
Supone, además, que todos los agentes económicos usan en forma racional toda la información disponible del presente y del pasado para calcular si una inversión les puede reportar pérdidas o ganancias futuras. Y dado que todos buscan el máximo beneficio nadie actuará contra sus propios intereses mediante comportamientos irracionales que provoquen una crisis en el sistema.
De estos supuestos falsos se desprendió la falacia a la que aludimos: la Teoría del Mercado Eficiente (TME), según la cual los mercados se autorregulan, pues dada su racionalidad, ningún agente incurriría conscientemente en un riesgo nocivo y, si así ocurriera, el resto lo penalizaría y emprendería las acciones correctivas para devolver su homeostasis --estabilidad-- al sistema.
En ese mundo perfecto creado por los economistas de Chicago a los que pertenece Milton Friedman, las crisis económicas son impensables, pues tendrían que ser producto de hechos que no han ocurrido antes; es decir, de cosas que no existen en el pasado de donde se extrapolan los datos para predecir el futuro. Si no existieron ayer, tampoco existirán mañana, parece ser el razonamiento.
Pero como apunta Carlos Obregón (La crisis financiera mundial, Siglo XXI, México, 2011) la razón básica de la quiebra de un banco como Leheman Brothers --que desató el vendaval en 2008-- fue que la volatilidad de los mercados no se comportó como nada que se hubiera visto antes. Es decir, la realidad no se ajustó al modelo y "el riesgo resultó ser algo distinto de lo que habían descrito los diversos premios nobel que lo estudiaron".
En ese sentido --continúa Obregón-- Frank Knight y John Maynard Keynes tuvieron razón. Éste postuló una teoría de la incertidumbre según la cual el futuro no podía ser inferido a partir del pasado y por ello era necesaria la regulación de los mercados.
Knight, por su parte, definió el riesgo como incertidumbre no probabilística, como lo que se desconoce. Ese, decía, es el tipo de riesgo que caracteriza el futuro. Por tanto, no hay manera de modelarlo, como pretendían los Chicago boys.
Lo verdaderamente trágico de la Hipótesis de las Expectativas Racionales (HER) y todo el edificio de la teoría económica dominante que se construyó sobre esa base, es que fue parte de un engaño de unos economistas que lograron engañar al mundo.
Como ha escrito Robert Skidelsky (El regreso de Keynes, Crítica, Barcelona, 2009), la HER se planteó como solución a un problema abstracto: ¿Qué condiciones de conocimiento se requerirían para que los mercados fueran perfectamente eficientes? ¿Por qué habrían de querer los economistas que los mercados fuesen perfectamente eficientes? Porque, dirían ellos, tales mercados mejoran los resultados económicos (maximizan las ganancias).
"Si sabemos lo que es un milagro económico --escribe Robert Lucas, el creador de la HER---tendríamos que ser capaces de hacer uno". Y, en efecto, se avocaron a producir ese mundo platónico de eficiencia perfecta, para lo cual requerían de premisas inventadas, sin sustento en la realidad, pero que eran las que producirían su famoso milagro económico. Como se ve, un puro voluntarismo desprovisto de toda lógica.
Es verdad que casi todo el mundo material que conocemos existió antes en la idea o en la imaginación de alguien. Pero su concreción no fue producto de un capricho o de supuestos o herramientas abstractas. Incluso la teoría de la relatividad general de Einstein, si bien fue resultado sólo de cálculos mentales, debió ser corroborada con datos de la experiencia sensible.
Otro tanto puede decirse de la física cuántica, cuyos postulados muchas veces desafían nuestro sentido común, pero que han dado lugar a desarrollos tecnológicos que no hubieran sido posibles si no fuera cierto que la naturaleza subatómica se comporta de manera tan sorprendente, si sus inexplicables efectos hubieran sido producto sólo de la agitada mente de alguien, como nuestros inventores de la economía neoliberal.
Lo malo de todo esto es que estas teorías económicas, pese a su desprestigio por los reveses que ha recibido de parte de la realidad, sigan vigentes en países como México. Aquí las reformas estructurales que impulsa el gobierno de Enrique Peña Nieto están basadas en estos supuestos falaces de las expectativas racionales.
La reforma laboral plantea que si los empresarios no tienen que pagar altas primas de liquidación, entonces contratarán alegremente más trabajadores con lo que el desempleo se reducirá; la reforma financiera supone que si los bancos pueden embargar legalmente y rápido a sus deudores, entonces se animarán a dar mayores créditos, con lo que la economía crecerá; la reforma energética postula que si se enajena la renta petrolera a las compañías extranjeras, entonces habrá una inversión enorme que permitirá el crecimiento del país.
Todos esos supuestos que animan los argumentos oficiales no están fundados en otra cosa que en la fracasada hipótesis de las expectativas racionales. Se trata de teorías que ya han causado demasiados daños en el mundo, pero aquí nos las siguen vendiendo como la panacea que nos sacará del atraso.