El muy celebrado dictamen de la Comisión de Puntos Constitucionales de la Cámara de Diputados sobre la Ley de salarios máximos --ningún servidor público podrá ganar más que el Presidente de la República, a partir del 1 de enero de 2010-- deja intocada, sin embargo, la discusión sobre el costo social de los funcionarios de alto nivel.
El criterio según el cual el Presidente será el referente salarial en la pirámide jerárquica del poder es asaz subjetivo. En México, como veremos, nadie en realidad gana más que el titular del poder Ejecutivo y, rigurosamente, ningún funcionario percibe el sueldo asignado para cada puesto en el tabulador respectivo.
Aunque el nuevo ordenamiento prevé transparentar los ingresos percibidos vía bonos, prestaciones y compensaciones, existe todavía un costo social incuantificable y a salvo de cualquier escrutinio institucional (automóviles, celulares, equipos de radiocomunicación, gastos de alimentación, de representación, vales de gasolina, vestuario) y servicios personales, entre los que figuran una cauda de ayudantes, jardineros, carpinteros, choferes, sastres, cocineros, meseros, guardaespaldas, peluqueros, médicos.
Esos ingresos en especie son tan significativos que, como en el caso del Presidente y quizá de otros funcionarios, le permiten incluso no vivir de su salario. Es decir, alguien con todos esos servicios a su disposición puede muy bien no gastar un centavo de su ingreso y acumularlo íntegramente.
No se pide que los considerados funcionarios de primer nivel, de los tres poderes de la Unión, carezcan de los apoyos necesarios para el atingente desempeño de sus labores, o que se les escatimen recursos que los priven de la dignidad y el decoro que debe corresponder a quienes están al servicio de la República, pero de ahí a procurarles una vida pagada, equivale a remunerarlos dos veces.
Equivale, además, a mantener una casta dorada, separada del resto de los trabajadores que sí viven de su sueldo. Los políticos no tienen por qué ser la excepción, puesto que también son profesionales.
Muchas veces se ha oído decir a los políticos que si el gobierno no pagara bien, no habría quien quisiera aceptar un cargo público. El argumento es falaz. Equivale a un velado chantaje, como el expresada por un ministro de la Corte, quien para justificar los desproporcionados salarios que devengan sugirió que de ese modo se evita que caigan en la tentación de algún soborno.
Eso es como si estuvieran al mejor postor. "Si no nos pagan bien, podemos torcer la ley en favor de quien sí nos llegue al precio", parece ser el cínico razonamiento detrás de esa declaración.
Enhorabuena que en un país en las circunstancias del nuestro se intente cerrar la puerta a los abusos que tienen lugar en casi todas las esferas del poder público, señaladamente en materia de salarios. Pues como ya se ha visto en el caso de los llamados órganos autónomos, este rasgo a menudo se confunde con discrecionalidad y ha dado lugar a la autoasignación de remuneraciones socialmente insultantes.
Sin embargo, el criterio de que el tope sea el Presidente tiene sus bemoles, como hemos visto. Un criterio objetivo, cercano a la realidad e incontrastable para fijar esos sueldos debería ser el salario mínimo vigente en el Distrito Federal.
Cuántos de esos minisalarios debe ganar un secretario de Estado, un ministro de la Corte o un consejero del IFE incluidos los ingresos ocultos o costos sociales: ¿100, 1000, 10 mil o 20 mil salarios mínimos? Además de que se establecería un criterio medible, serviría para tener siempre presente la brecha entre unos y otros, no como un referente mazoquista, sino de auténtica transparencia.