Según
El porcentaje significa que al finalizar 2008 casi dos millones de personas en todo el país se encontraban en la búsqueda de un empleo.
El dato ilustra con suficiencia las insuficiencias de nuestro sistema económico. Y no sólo es resultado de la crisis. Desde hace por lo menos una década se afirma que el país requiere crear un millón de empleos anuales. Después el reto ascendió a un millón 250 mil.
El autodenominado “presidente del empleo” tiene ahora el paliativo de la crisis. Pero antes de ésta las cifras tampoco le favorecen. Sin empleos bien remunerados, que es un derecho constitucional, los demás también se van por la borda: el derecho a la educación, a la salud, a la alimentación, a una vivienda digna.
Se trata de necesidades prácticas. De esas que se viven día a día. Acaso por ello resulta elocuente una frase de Barak Obama al tomar posesión este martes como presidente de Estados Unidos.
“La cuestión que hoy debemos plantearnos no es si nuestro gobierno es demasido grande o demasiado pequeño, sino si funciona. Si ayuda a las familias a buscar trabajo y sueldos decentes, a tener cuidados médicos asequibles y una jubilación digna…cuando la respuesta sea negativa pondremos fin a esos programas”.
La aseveración pone el acento en la esencia de lo que es y debe ser la formación política denominada Estado y aun sobre la política económica que lo acompaña para cumplir sus fines.
Desde que Ronald Reagan y Margaret Tatcher se instalaron en
El alegato inicial fue precisamente cuestionar lo que ahora Obama parece criticar: el tamaño del Estado. De ahí pasaron a su desmantelamiento (privatización de empresas públicas) arguyendo que los agentes privados tienden a ser más productivos y eficientes.
El mercado, decían, no podía estar sujeto a tantas regulaciones estatales. Eso lo distorsionaba e impedía una correcta asignación de la riqueza. La intervención gubernamental era, de acuerdo con esas directrices, nociva para el crecimiento económico, pues al tratar de equilibrar quitando a unos para dar a otros, lo que hacía era frenar el desarrollo.
Esas y otras medidas constituyeron el decálogo conocido como el Consenso de Washington, postulado como el mejor programa económico para que los países de Latinoamérica alcanzaran el crecimiento.
No ocurrió así, sin embargo. Al contrario, las tribulaciones económicas de la población se reflejaron en las inquietantes conclusiones del informe La democracia en América Latina, preparado en 2004 por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).
La investigación reveló que los ciudadanos del continente estarían de acuerdo en votar por gobiernos autoritarios si éstos fueran capaces de conseguir mejorar la economía personal y la de sus países.
Considerando la amarga experiencia que han dejado esos regímenes en la región, la tendencia expresada habla del grado de desesperación en que se encuentra una población que no halla respuestas a sus demandas por mejor calidad de vida.
El abandono del Welfare state (Estado de bienestar) keynesiano y su sustitución por el Estado mínimo no trajo mejores condiciones de vida a los hogares de las personas.
En términos llanos, el Estado se alejó de su concepción original: una empresa colectiva encaminada a lograr el bienestar de sus componentes.
De ahí que las palabras de Obama puedan ser leídas como una crítica a la renuncia del Estado a sus obligaciones básicas con sus representados, bajo la patraña de que el mercado se encargaría de la distribución de los beneficios.
El corolario tendría que ser un cambio en las directrices de política económica –no del capitalismo-- dentro y fuera de Estados Unidos. Aún es prematuro afirmar que esto vaya a ocurrir. Acaso se trate sólo de un reajuste. De poner “un ojo vigilante” para evitar las perversiones de ese mercado.
Pero esa y otras frases deben haber calado hondo de este lado de la frontera. Aquí –con los reflejos de subordinación de nuestra clase gobernante-- se sigue amarrando la superación de la crisis a la recuperación del vecino del Norte, pero seguramente se hará tratando de disimular el matiz en el paradigma que las palabras del nuevo gobernante implican.
Es decir, seguirá sin importar si el Estado es capaz de generar el bienestar que la población demanda. Ello así, porque implicaría un viraje en el programa político-ideológico. Algo que esa clase política medrosa no esta dispuesta a cumplir. Veremos y diremos.
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