El brote de influenza A/H1N1 (nombre adoptado por la Organización Mundial de la Salud) que afecta a México, mostró de manera dramática el atraso científico en que los gobernantes mantienen a este país.
Debieron transcurrir casi cinco días --desde que se emitió la alerta epidemiológica el 23 de abril-- para que el sector salud estuviera en condiciones de realizar los primeros análisis moleculares que confirmaran que los casos reportados correspondían a la nueva y preocupante cepa H1N1. Eso debido a la carencia de laboratorios de alta tecnología.
Entre balbuceos, el secretario de Salud, José Ángel Córdova tuvo que aceptar el miércoles esa realidad ante un panel de televisión que lo cuestionó al respecto.
Esa inadmisible incapacidad tecnológica originó la danza de las cifras en que se enredaron las autoridades y cuya confusión hizo crecer la incertidumbre y el miedo iniciales.
Si el virus hubiera sido más letal, su expansión en México hubiera sido exponencial en cuestión de horas, sin que las autoridades tuvieran forma de saber en qué casos aplicar los reducidos tratamientos de que disponen.
Afortunadamente, el virólogo británico John Oxford aseguró ayer a la AFP que hemos estado expuestos a otros miembros de la familia H1N1 desde 1978, por lo que existe la posibilidad de una cierta memoria inmunitaria contra este agente entre los humanos, al contrario de lo que ocurrió con el virus de la gripe aviar (H5N1), totalmente nuevo para el organismo y por eso más letal.
A propósito de tratamientos, nuestro subdesarrollo también se manifiesta crudamente en este renglón. De acuerdo con un reporte de la agencia AP, México tendría dosis del antiviral Tamiflu únicamente para atender a 1.3 por ciento de la población, lo cual sería insuficiente si la pandemia se extendiera. Causaría, además, problemas políticos porque alguien tendría que determinar quien tiene o no acceso a los fármacos.
Tampoco tenemos capacidad para producir vacunas. Los institutos nacionales de Higiene y Virología, fundados en 1956 y 1960 respectivamente producían 90 por ciento de las que se necesitaban en el país. Pero ¿qué creen? Fueron desmantelados.
El proceso concluyó en 1999 cuando el presidente Ernesto Zedillo, con los estrechos criterios tecnocráticos que sólo ven la utilidad económica inmediata y que aun hoy siguen vigentes, los redujo a dos áreas de una paraestatal llamada Laboratorios de Biológicos y Reactivos de México, S.A. de C.V. (Birmex), entidad que produce sólo dos de las 12 vacunas, que incluye el actual esquema básico de vacunación.
Decisiones como esa explican la condición dependiente y subordinada de Méxio. Muestran además el riesgo y la indefensión en que se deja a la población, cuando se presenta alguna calamidad inesperada. Durante los sismos de 1985 salieron a relucir cientos de corruptelas y negligencias que pudieron evitar la muerte de miles de mexicanos.
Veinticuatro años después un brote epidémico desnuda lo que ya se sabía y se pedía evitar: el abandono estatal en materia de investigación y desarrollo.
En distintos tonos y foros, la comunidad científica nacional lleva años insistiendo en el carácter estratégico --y ahora se ve que hasta de seguridad nacional-- de la ciencia y la tecnología para el desarrollo del país.
Nada se ha hecho, aparte de discursos, para corregir la falta de inversión y las erráticas políticas públicas en la materia.
En un post anterior (¿Y la ciencia?) mostramos la raquítica inversión en CyT y cómo afecta en el largo plazo el ingreso y la calidad de vida de un país y sus habitantes.
Lo que vivimos hoy es una nueva y palmaria demostración de cómo en México los hombres en el gobierno sólo están dedicados a administrar el poder en tanto fuente de riqueza personal y, si acaso, de grupo.
Carecen de proyectos específicos en áreas estratégicas para el país. No los tienen porque no son estadistas ni hombres de Estado. Se trata de politiquillos de medio pelo, cuyos planes de desarrollo son documentos vacíos y atiborrados de verborrea inútil. Ayunos de sentido, aderezados con estadísticas que envuelven diagnósticos torcidos, que dan lugar a objetivos vagos e imprecisos, que a su vez disfrazan metas que de antemano todos saben incumplibles.
¡Hasta la próxima!