Las revelaciones del ex presidente Miguel de la Madrid Hurtado acerca de la corrupción del también ex mandatario Carlos Salinas de Gortari y su familia, en una entrevista con Carmen Aristegui, constituyen un nuevo testimonio acerca del combustible que mueve la maquinaria del sistema político mexicano: la corrupción y la impunidad.
Reconoció un físicamente menguado De la Madrid: "Me equivoqué (en la designación de Carlos), pero en aquel entonces no tenía yo elementos de juicio sobre la moralidad de los Salinas".
Tras señalar que Raúl Salinas tuvo arreglos con el narcotráfico y que junto con su hermano Enrique obtuvo contratos con el gobierno, además de participar en negocios ilícitos, afirmó que la fortuna de esa familia depositada en Suiza pudo provenir del narcotráfico y que el testimonio de algunos empresarios (como el dueño de TV Azteca), en cuanto a que le habrían prestado ese dinero, fue otra mentira motivada quizá por el ofrecimiento de una tajada de ese capital.
Y sin embargo, la joya de la declaración es que al preguntarle la periodista acerca de si la impunidad es condición necesaria para que la maquinaria siga funcionando en México, respondió con un lacónico, pero inequívoco: sí.
La declaración --formulada por alguien que conoció a fondo todos los entretelones del poder-- equivale a reconocer, de una vez por todas para que ya nadie se siga engañando, que quienes participan en esa maquinaria han incurrido en algún tipo de corrupción solapada.
Y por ello, nadie puede ser acusado penalmente, a riesgo de que revele otras corruptelas que involucren a algún compañero de andanzas y éste descubra lo que sabe y eso condene a otro que, a su vez, puede también hablar y así hasta tejer esa interminable red de corrupción, complicidades e impunidad que mantiene viva a nuestra clase política.
Ese modo de actuar, mediante silencios comprados que luego son pagados con altos puestos, contratos, prebendas, privilegios o comisiones en el gobierno, hermana a nuestra élite gobernante con los métodos típicos de la mafia.
De ahí que pueda afirmarse que el testimonio de De la Madrid corrobora sin ambages que, con diversos matices, el gobierno de este país ha estado sucesivamente en manos de una caterva de mafiosos, criminales, delincuentes y corruptos de todos los signos.
El asunto es gravísimo porque vuelve a poner sobre la mesa la urgentísima necesidad de una profunda reforma del sistema político mexicano. Quizá equivalente a una Refundación.
Ello debiera incluir, para empezar, una renovación del sistema jurídico y judicial, cuya maraña de leyes sólo parece estar diseñada para encubrir el delito. Ahora mismo, por ejemplo, ningún tribunal podría llevar a la cárcel a los Salinas o a otros políticos, porque la cadena de complicidades se extiende a todas las instituciones del país.
Una cadena que ha sido aceitada con dinero público, mediante desvíos, desfalcos, peculados, fraudes y todas las figuras delictivas que se quieran, y que explican la falta de inversión en infraestructura básica, en educación, en hospitales, en seguridad social, en vivienda, en empleo, en salarios, en alimentos, todo lo cual tiene postrado a este país en el subdesarrollo.
A principios del año cobró forma la discusión acerca de si México era o no un Estado fallido. A la luz de todo lo anterior bien puede afirmarse que así es, porque no otra cosa ocurre cuando la corrupción y la impunidad se enseñorean como normas de conducta en todas las instituciones, desde la presidencia de la república.
Como no considerar fallido un país en el que gobernadores como Mario Marín son pillados planeando por teléfono violar la ley que juraron hacer cumplir y siguen en su puesto gracias a que apoyó un fraude electoral; o en el que legisladores como Emilio Gamboa, también vía celular, ofrecen frenar una ley que afectará ciertos intereres, o en el que el director de la agencia de seguridad nacional participa en un complot contra un político y luego es designado procurador General de la República.
En cualquier país eso sería escandaloso. Aquí no, porque para eso está la impunidad.
En este momento de la vida del país, no existe una entidad imparcial, ni confiable ante la que se pueda denunciar algún ilícito de cualquier político de alto rango. El denunciado siempre tendrá un contacto, alguien que le deba un favor, o un silencio que vender al mejor postor con tal de verse exonerado por la dizque justicia.
Por ello, la necesidad de la recomposición del sistema político es evidente. Pero la pregunta clave la formularon aquellos ratones que idearon una forma de no ser sorprendidos por el gato: ¿quién le va a poner el cascabel?
En efecto, no hay a la vista ninguna institución que pueda llevar a cabo una empresa refundadora de la envergadura requerida. Menos existen los políticos confiables que la garanticen. Así que puestos a escoger los mexicanos parecemos estar ante esta disyuntiva: la corrupción y la impunidad o el abismo...
Una cosa es segura: de seguir así, pronto habrán de incrementarse las dudas acerca de si la vía electoral es el mejor camino para sacudirse a los hampones que gobiernan. Un IFE cooptado por los partidos e incapaz de hacer respetar la ley respectiva, candidatos que se ofrecen al mejor postor y los poderes fácticos conduciendo todo ello hacen ver que por el momento ese camino está cancelado.
Alguna vez el viejo Fidel Velázquez lanzó esta admonición contra aquellos que se quejaban de la corrupción priista: "Nosotros llegamos al poder a balazos (aludía a la revolución) y sólo así nos van a sacar de él".
Afortunadamente llegar a eso no fue estrictamente necesario, aunque no podemos olvidar que la lucha por la democracia costó la vida a cientos de opositores sólo durante el gobierno del propio Carlos Salinas, además de los desaparecidos políticos que son una realidad en este país.
Así las cosas, parece llegada la hora de la organización ciudadana, algo para lo que no se está preparado porque la "democracia" representativa que practicamos sólo nos ha enseñado a delegar responsabilidades.
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