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miércoles, 16 de mayo de 2012

Pedro Páramo revisitado

Al cumplirse este 16 de mayo el 95 aniversario del nacimiento de Juan Rulfo, ofrezco las posibilidades de lectura que encuentro en Pedro Páramo: el manejo del tiempo y el espacio; las aluciones simbólicas del relato y la figura del cacique.

Espacio y tiempo


En Pedro Páramo el tiempo y el espacio conforman una unidad espacio-temporal de múltiples dimensiones que se enrollan y desenrollan simultáneamente –como la lengua de aquella mujer, de la que Juan Preciado nos dice “que se trababa y destrababa al hablar” (p. 11)-- por lo que siempre tenemos la impresión de que la multitud de hechos que se suceden ocurren en este momento. El antes y el después parecen fundidos en una misma secuencia, de ahí la unidad espacio-tiempo.

Véase la escena en que el padre Rentaría no pudo dormir y sale a recorrer las calles solitarias de Comala. Durante su paseo recuerda el día que le entregó a Pedro Páramo un bebé (Miguel) parido por una mujer que murió al dar a luz y que al parecer es hijo del cacique. Enseguida se le ve al padre caminar hacia Contla y sin que apenas lo notemos ya está de regreso en su casa porque escuchamos a su sobrina Ana peguntarle dónde había estado.

De inmediato el recuerdo de Rentaría nos regresa a Contra, durante su entrevista con el padre del lugar quien se negó a confesarlo, y cuando tras despedirse del cura, se levanta y va hacia la puerta escuchamos de nuevo a Ana preguntarle: “¿Adónde va usted tío?” Y por esta intervención sabemos que su remembranza terminó y que ya está de nuevo dispuesto a salir a caminar y que sus pasos lo conducirán hasta la Media Luna para dar a Pedro Páramo el pésame por la muerte de Miguel, episodio de cuyos detalles ya nos habíamos enterado casi al principio del relato, pero que de nuevo “aparece” ante nosotros.

De regreso a su iglesia, lo vemos confesar a Dorotea, quien le revela que ella le “conchavaba” las mujeres al joven difunto.

Este encabalgamiento de hechos que están sucediendo “ahora” con otros que ocurrieron “antes”, pero que parecen estar teniendo lugar también en este momento, le dan a la trama un sentido de simultaneidad. Y en este suceder todo al mismo tiempo quedan anuladas las nociones de pasado y presente: todo se remite a la eternidad, es decir, a una dimensión en la que el tiempo no existe –tal vez porque no hay nadie que lo piense como tal ni lo sienta transcurrir-- o ha perdido sentido, como en Comala.

En esa dimensión de eternidad las secuencias no existen y todo es, como dirían los personajes de la novela, un puro transcurrir de recuerdos donde “el amanecer; la mañana; el mediodía y la noche (son) siempre los mismos”.

Ese amontonamiento de acontecimientos puede deberse a que las vidas de todos ocurren en apenas un breve espacio-temporal. Véase al efecto esta significativa frase que Rulfo deja caer en medio del relato así como si nada, como no queriendo la cosa: “El reloj de la iglesia dio las horas, una tras otra, una tras otra, como si se hubiera encogido el tiempo” (p. 16).

Y en ese “tiempo encogido” –que en la eternidad sería apenas un puntito negro, como los que se divisan en la lejanía, por el camino de Comala y que después se convierten en hombres que vienen en auxilio de Pedro Páramo, cuando Abundio lo ataca-- se apretuja y cabe todo lo que ocurre en la novela, incluso el regresar del propio tiempo ya bien avanzada la acción:

“Como si hubiera retrocedido el tiempo. Volví a ver la estrella junto a la luna. Las nubes deshaciéndose. Las parvadas de los tordos…El arriero que me decía: ‘¡búsque a doña Eduviges, si todavía vive!’”. (p. 47).


Simbolismo y mito

 
El descenso

Un simbolismo evidente en la novela es lo que pudiera considerarse un descenso de Juan Preciado al infierno que es Comala, un lugar situado simbólicamente “…sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno”, es decir, en la entrada, en el límite que separa la tierra del inframundo. Este límite, por lo demás, define una ambigüedad que recorrerá todo el relato: no se está ni aquí ni allá, es un lugar suspendido entre dos entidades donde esa misma indeterminación hace que todo parezca “como en espera de algo” (p. 9).

“¿Adónde va usted?” Pregunta Juan Preciado al arriero Abundo Martínez y éste responde: “Voy para abajo, señor”. Y ese descenso se acentúa: “…bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire” (p. 9).

Ese hundirse en el “puro calor sin aire” parece aludir a otro simbolismo que da el tono a la novela: el descenso de los muertos al sepulcro, pues un signo de la vida es el aire que permite la actividad vital y allí, bajo la tierra, se carece de él.

Este simbolismo mítico del abajo/arriba se multiplicará a lo largo del texto en varias referencias:

“El aire soplaba allá arriba, aunque aquí abajo se convertía en calor” (p. 36)

“Sentí allá arriba la huella por donde había venido, como una herida abierta entre la negrura de los cerros” (p. 40).

“Siento como si alguien caminara sobre nosotros” (p. 52).


Abundio Martínez, el acompañante en el descenso, parece ser una especie de Caronte, el baquero de la muerte que, en la mitología griega, es el encargado de conducir a los muertos a través de la laguna Estigia, hasta el Hades.

Pero como, al parecer –porque en esta atmósfera nada hay de certidumbre—Juan Preciado aún no está muerto, el arriero es una especie de médium que comunica a ambos mundos, pues, como dirá más adelante Eduviges Dyada, “Nos contaba cómo andaban las cosas allá del otro lado del mundo, y seguramente a ellos les contaba cómo andábamos nosotros” (p. 17).

El incesto

Otro simbolismo mítico presente es la figura de los hermanos incestuosos con los que se topa Juan Preciado:

“--¿A dónde fue su marido?
--No es mi marido. Es mi hermano; aunque él no quiere que se sepa” (p. 44).

Aunque no queda claro el por qué de esta figura en la novela, aventuremos que se trata de una reminiscencia de la pareja original, el mito de Adán y Eva recobrado. Si estamos en un lugar donde el pecado es la norma, no podrían dejar de figurar a quienes se atribuye la fuente original del mal que parece mover a todos los hombres en el universo rulfiano.

Donis y su hermana se justifican porque no fueron ellos sino las circunstancias las que los condujeron al mal: “Yo le quise decir que la vida nos había juntado, acorralándonos y puesto uno junto al otro. Estábamos tan solos aquí, que los únicos éramos nosotros. Y de algún modo había que poblar el pueblo” (p. 45).

Además, resulta indicativo el hecho de que la mujer, la hermana, al contrario de su pareja, carezca de nombre, como si su humanidad se la otorgara sólo su carácter sexual. Digamos de paso que el sexo adquiere la forma de tabú al que sólo se le refiere por alusiones y desviaciones retóricas:

“¿Te fijas cómo se revuelca? Igual que si lo zangolotearan por dentro. Lo sé porque a mí me ha sucedido.
--¿Qué te ha sucedido a ti?
--Aquello.
--No sé de qué hablas
--No hablaría si no me acordara al ver a ése, rebulléndose, de lo que me sucedió a mí la primera vez que lo hiciste. Y de cómo me dolió y de lo mucho que me arrepentí de eso.
--¿De cual eso?
--De cómo me sentía apenas me hiciste aquello, que aunque tú no quieras yo supe que estaba mal hecho” (p. 42).

El parricidio

La novela concluye con la muerte de Pedro Páramo, el cual “se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras” (p. 101), luego de que, al parecer, Abundió Martínez, uno de los muchos hijos a los que el cacique abandonó –recuérdese como al principio, al mostrarle a Juan Preciado los vastos dominios pertenecientes a aquél, se queja: “Y es de él todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo” (p. 10)— lo acuchilla cuando acude, borracho, “por una ayudadita para enterrar a mi muerta” (p. 99).

“Abundio siguió avanzando, dando traspiés, agachando la cabeza y a veces caminando en cuatro patas. Sentía que la tierra se retorcía, le daba vueltas y luego se le soltaba…hasta que llegó frente a la figura de un señor sentado junto a una puerta”

“La cara de Pedro Páramo se escondió debajo de las cobijas como si se escondiera de la luz, mientras que los gritos de Damiana se oían salir más repetidos, atravesando los campos: ¡Están matando a don Pedro!” (p. 99).

El cacique como presencia social

El Cacique es una presencia omnipresente en nuestros pueblos y regiones. De él como centro depende la economía del lugar: el comercio, las tierras, las leyes y las relaciones de parentesco; la prosperidad o la ruina de los lugareños; es juez que decide destinos; protege, encubre o abandona y juzga sobre la vida y la muerte de sus dominados.

Todo se diseña y se cumple conforme a su voluntad.

En el relato que nos ocupa, el tiempo referencial histórico o en el que ocurren los hechos narrados, comprende desde el porfiriato hasta mediados de la segunda década del siglo XX, pues por Dorotea venimos a saber que “…ya cuando le faltaba poco para morir (se refiere a Pedro Páramo) vinieron las guerras esas de los ‘cristeros’” (p. 67).

Se trata de un México al que los historiadores han caracterizado como un capitalismo feudal en el que los dueños de la tierra se convertían en la única autoridad en todos los ámbitos de la vida social de las regiones dominadas por ellos, y esto incluía ser dueños de las vidas de sus siervos o peones acasillados, para lo cual recurrían a la violencia  y al atropello:

“—La semana venidera irás con el Aldrete. Y le dices que recorra el lienzo. Ha invadido tierras de la Media Luna.
--Él hizo bien sus mediciones. A mí me consta
--Pues dile que se equivocó. Que estuvo mal calculado…
--¿Y las leyes?
--¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos  hacer nosotros” (p. 36).

Esa presencia omnímoda es de tal magnitud que cuando el cacique decide acabar con la región en venganza por las fiestas que Comala organizó los días en que murió Susana San Juan, aquello se convierte en un páramo inservible:

“Desde entonces la tierra se quedó baldía y como en ruinas. Daba pena verla llenarse de achaques con tanta plaga que la invadió en cuanto la dejaron sola. De allá para acá se consumió la gente; se desbandaron los hombres en busca de otros ‘bebederos’” (p. 67).

Es de tal magnitud la influencia personal, que una decisión, un desánimo y un deseo de venganza personales acaban y condenan a la postración a todo un pueblo o una región.