Espacio y tiempo
En Pedro Páramo
el tiempo y el espacio conforman una unidad espacio-temporal de múltiples
dimensiones que se enrollan y desenrollan simultáneamente –como la lengua de
aquella mujer, de la que Juan Preciado nos dice “que se trababa y destrababa al
hablar” (p. 11)-- por lo que siempre tenemos la impresión de que la multitud de
hechos que se suceden ocurren en este momento. El antes y el después parecen
fundidos en una misma secuencia, de ahí la unidad espacio-tiempo.
Véase la escena
en que el padre Rentaría no pudo dormir y sale a recorrer las calles solitarias
de Comala. Durante su paseo recuerda el día que le entregó a Pedro Páramo un
bebé (Miguel) parido por una mujer que murió al dar a luz y que al parecer es
hijo del cacique. Enseguida se le ve al padre caminar hacia Contla y sin que
apenas lo notemos ya está de regreso en su casa porque escuchamos a su sobrina
Ana peguntarle dónde había estado.
De inmediato el
recuerdo de Rentaría nos regresa a Contra, durante su entrevista con el padre
del lugar quien se negó a confesarlo, y cuando tras despedirse del cura, se
levanta y va hacia la puerta escuchamos de nuevo a Ana preguntarle: “¿Adónde va
usted tío?” Y por esta intervención sabemos que su remembranza terminó y que ya
está de nuevo dispuesto a salir a caminar y que sus pasos lo conducirán hasta la Media Luna para dar a
Pedro Páramo el pésame por la muerte de Miguel, episodio de cuyos detalles ya
nos habíamos enterado casi al principio del relato, pero que de nuevo “aparece”
ante nosotros.
De regreso a su
iglesia, lo vemos confesar a Dorotea, quien le revela que ella le “conchavaba”
las mujeres al joven difunto.
Este
encabalgamiento de hechos que están sucediendo “ahora” con otros que ocurrieron
“antes”, pero que parecen estar teniendo lugar también en este momento, le dan
a la trama un sentido de simultaneidad. Y en este suceder todo al mismo tiempo
quedan anuladas las nociones de pasado y presente: todo se remite a la
eternidad, es decir, a una dimensión en la que el tiempo no existe –tal vez porque
no hay nadie que lo piense como tal ni lo sienta transcurrir-- o ha perdido
sentido, como en Comala.
En esa dimensión
de eternidad las secuencias no existen y todo es, como dirían los personajes de
la novela, un puro transcurrir de recuerdos donde “el amanecer; la mañana; el
mediodía y la noche (son) siempre los mismos”.
Ese
amontonamiento de acontecimientos puede deberse a que las vidas de todos
ocurren en apenas un breve espacio-temporal. Véase al efecto esta significativa
frase que Rulfo deja caer en medio del relato así como si nada, como no
queriendo la cosa: “El reloj de la iglesia dio las horas, una tras otra, una
tras otra, como si se hubiera encogido el tiempo” (p. 16).
Y en ese “tiempo
encogido” –que en la eternidad sería apenas un puntito negro, como los que se
divisan en la lejanía, por el camino de Comala y que después se convierten en
hombres que vienen en auxilio de Pedro Páramo, cuando Abundio lo ataca-- se
apretuja y cabe todo lo que ocurre en la novela, incluso el regresar del propio
tiempo ya bien avanzada la acción:
“Como si hubiera
retrocedido el tiempo. Volví a ver la estrella junto a la luna. Las nubes
deshaciéndose. Las parvadas de los tordos…El arriero que me decía: ‘¡búsque a
doña Eduviges, si todavía vive!’”. (p. 47).
Simbolismo y mito
El descenso
Un simbolismo
evidente en la novela es lo que pudiera considerarse un descenso de Juan
Preciado al infierno que es Comala, un lugar situado simbólicamente “…sobre las
brasas de la tierra, en la mera boca del infierno”, es decir, en la entrada, en
el límite que separa la tierra del inframundo. Este límite, por lo demás,
define una ambigüedad que recorrerá todo el relato: no se está ni aquí ni allá,
es un lugar suspendido entre dos entidades donde esa misma indeterminación hace
que todo parezca “como en espera de algo” (p. 9).
“¿Adónde va
usted?” Pregunta Juan Preciado al arriero Abundo Martínez y éste responde: “Voy
para abajo, señor”. Y ese descenso se acentúa: “…bajamos cada vez más. Habíamos
dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin
aire” (p. 9).
Ese hundirse en
el “puro calor sin aire” parece aludir a otro simbolismo que da el tono a la
novela: el descenso de los muertos al sepulcro, pues un signo de la vida es el
aire que permite la actividad vital y allí, bajo la tierra, se carece de él.
Este simbolismo
mítico del abajo/arriba se multiplicará a lo largo del texto en varias
referencias:
“El aire soplaba
allá arriba, aunque aquí abajo se convertía en calor” (p. 36)
“Sentí allá
arriba la huella por donde había venido, como una herida abierta entre la
negrura de los cerros” (p. 40).
“Siento como si
alguien caminara sobre nosotros” (p. 52).
Abundio
Martínez, el acompañante en el descenso, parece ser una especie de Caronte, el
baquero de la muerte que, en la mitología griega, es el encargado de conducir a
los muertos a través de la laguna Estigia, hasta el Hades.
Pero como, al
parecer –porque en esta atmósfera nada hay de certidumbre—Juan Preciado aún no
está muerto, el arriero es una especie de médium que comunica a ambos mundos,
pues, como dirá más adelante Eduviges Dyada, “Nos contaba cómo andaban las
cosas allá del otro lado del mundo, y seguramente a ellos les contaba cómo
andábamos nosotros” (p. 17).
El incesto
Otro simbolismo
mítico presente es la figura de los hermanos incestuosos con los que se topa
Juan Preciado:
“--¿A dónde fue
su marido?
--No es mi
marido. Es mi hermano; aunque él no quiere que se sepa” (p. 44).
Aunque no queda
claro el por qué de esta figura en la novela, aventuremos que se trata de una
reminiscencia de la pareja original, el mito de Adán y Eva recobrado. Si
estamos en un lugar donde el pecado es la norma, no podrían dejar de figurar a
quienes se atribuye la fuente original del mal que parece mover a todos los
hombres en el universo rulfiano.
Donis y su
hermana se justifican porque no fueron ellos sino las circunstancias las que
los condujeron al mal: “Yo le quise decir que la vida nos había juntado,
acorralándonos y puesto uno junto al otro. Estábamos tan solos aquí, que los
únicos éramos nosotros. Y de algún modo había que poblar el pueblo” (p. 45).
Además, resulta
indicativo el hecho de que la mujer, la hermana, al contrario de su pareja,
carezca de nombre, como si su humanidad se la otorgara sólo su carácter sexual.
Digamos de paso que el sexo adquiere la forma de tabú al que sólo se le refiere
por alusiones y desviaciones retóricas:
“¿Te fijas cómo
se revuelca? Igual que si lo zangolotearan por dentro. Lo sé porque a mí me ha
sucedido.
--¿Qué te ha
sucedido a ti?
--Aquello.
--No sé de qué
hablas
--No hablaría si
no me acordara al ver a ése, rebulléndose, de lo que me sucedió a mí la primera
vez que lo hiciste. Y de cómo me dolió y de lo mucho que me arrepentí de eso.
--¿De cual eso?
--De cómo me
sentía apenas me hiciste aquello, que aunque tú no quieras yo supe que estaba
mal hecho” (p. 42).
El parricidio
La novela
concluye con la muerte de Pedro Páramo, el cual “se fue desmoronando como si
fuera un montón de piedras” (p. 101), luego de que, al parecer, Abundió
Martínez, uno de los muchos hijos a los que el cacique abandonó –recuérdese
como al principio, al mostrarle a Juan Preciado los vastos dominios
pertenecientes a aquél, se queja: “Y es de él todo ese terrenal. El caso es que
nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro
Páramo” (p. 10)— lo acuchilla cuando acude, borracho, “por una ayudadita para
enterrar a mi muerta” (p. 99).
“Abundio siguió
avanzando, dando traspiés, agachando la cabeza y a veces caminando en cuatro
patas. Sentía que la tierra se retorcía, le daba vueltas y luego se le
soltaba…hasta que llegó frente a la figura de un señor sentado junto a una
puerta”
…
“La cara de
Pedro Páramo se escondió debajo de las cobijas como si se escondiera de la luz,
mientras que los gritos de Damiana se oían salir más repetidos, atravesando los
campos: ¡Están matando a don Pedro!” (p. 99).
El cacique como presencia
social
El Cacique es
una presencia omnipresente en nuestros pueblos y regiones. De él como centro
depende la economía del lugar: el comercio, las tierras, las leyes y las
relaciones de parentesco; la prosperidad o la ruina de los lugareños; es juez
que decide destinos; protege, encubre o abandona y juzga sobre la vida y la
muerte de sus dominados.
Todo se diseña y
se cumple conforme a su voluntad.
En el relato que
nos ocupa, el tiempo referencial histórico o en el que ocurren los hechos
narrados, comprende desde el porfiriato hasta mediados de la segunda década del
siglo XX, pues por Dorotea venimos a saber que “…ya cuando le faltaba poco para
morir (se refiere a Pedro Páramo) vinieron las guerras esas de los ‘cristeros’”
(p. 67).
Se trata de un
México al que los historiadores han caracterizado como un capitalismo feudal en
el que los dueños de la tierra se convertían en la única autoridad en todos los
ámbitos de la vida social de las regiones dominadas por ellos, y esto incluía
ser dueños de las vidas de sus siervos o peones acasillados, para lo cual
recurrían a la violencia y al atropello:
“—La semana
venidera irás con el Aldrete. Y le dices que recorra el lienzo. Ha invadido
tierras de la Media Luna.
--Él hizo bien
sus mediciones. A mí me consta
--Pues dile que
se equivocó. Que estuvo mal calculado…
--¿Y las leyes?
--¿Cuáles leyes,
Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos
hacer nosotros” (p. 36).
Esa presencia
omnímoda es de tal magnitud que cuando el cacique decide acabar con la región
en venganza por las fiestas que Comala organizó los días en que murió Susana
San Juan, aquello se convierte en un páramo inservible:
“Desde entonces
la tierra se quedó baldía y como en ruinas. Daba pena verla llenarse de
achaques con tanta plaga que la invadió en cuanto la dejaron sola. De allá para
acá se consumió la gente; se desbandaron los hombres en busca de otros
‘bebederos’” (p. 67).
Es de tal
magnitud la influencia personal, que una decisión, un desánimo y un deseo de
venganza personales acaban y condenan a la postración a todo un pueblo o una
región.
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