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martes, 2 de abril de 2013

Julio Torri: la palabra como subversión

He aquí un escritor radical. Dicho sea por cuanto a su capacidad para subvertir, mediante la imaginación literaria, el orden natural de nuestras nociones.

Considerado maestro de la brevedad por la cortedad de su obra –Ensayos y poemas (1917), De fusilamientos (1940), Tres libros— y el laconismo de los textos que la conforman, que no por la originalidad e intelectualismo que le otorgan vastos alcances dentro de la literatura mexicana.

En efecto, en Julio Torri (Saltillo, Coah., 27 de junio de1889-Cd. De México, 11 de mayo de 1970) tenemos a un buscador de esencias que incluyen el empleo de la palabra exacta.

Dueño de una sólida cultura, como los demás miembros de esa generación con la que coincidió en el Ateneo de la juventud al despuntar el siglo XX, Torri encuentra en el arsenal de nuestra lengua, el término que significa y evoca hasta con elegancia, lo que exactamente quiere decir, de lo que resulta un estilo riguroso, diríase quirúrgico, por su precisión y asepsia.

No sólo nos coloca frente a miradores insospechados desde los cuales atisbar acerca de nuestras concepciones más enraizadas sobre la vida, la cultura y la muerte, sino que, como buen connaisseur de su materia prima –la palabra—cumple con esa otra tarea de todo gran escritor y maestro: ampliar los límites de nuestro lenguaje, y con ello los de nuestro mundo y cultura, al ponernos en contacto con términos inusuales que nos revelan la riqueza expresiva de que disponemos.

“El epígrafe –escribe en un texto de Ensayos y poemas—se refiere pocas veces de manera clara y directa al texto que exorna…” (Torri, 1992 (p.12). (Exornar: adornar). A Torri, para aprender, hay que leerlo con el diccionario en la mano.

Preguntado alguna vez por su concepción estética, remitió a “El descubridor”, un relato incluido en De fusilamientos, en el que se lee:

“A semejanza del minero es el escritor: explota cada intuición como una cantera. A menudo dejará la dura faena pronto, pues la veta no es profunda. Otras veces dará con rico yacimiento del mejor metal, del oro más esmerado. ¡Qué penoso espectáculo cuando seguimos ocupándonos de un manto que acabó ha mucho! En cambio, ¡qué fuerza la del pensador que no llega ávidamente hasta colegir la última conclusión posible de su verdad, esterilizándola; sino que se complace en mostrarnos que es ante todo un descubridor de filones y no un mísero barretero al servicio de codiciosos accionistas” (Carballo, 1986 (p. 175).

Esta declaración de principios explica no sólo la brevedad de la obra --cuyo único reparo, al decir de Alfonso Reyes, fue “su decidido apego al silencio”-- sino el cúmulo de provocaciones que la conforman y que, a manera de un iceberg, constituyen apenas  un aviso o, si se quiere, una premonición de las sólidas profundidades en las que es posible hurgar.

A Torri, desde luego, y como buen provocador que es, no le interesa extender el alcance de las ideas que suelta al ruedo, en parte por lo que nos ha dicho ya, que él “es ante todo un descubridor…y no un mísero barretero” y en parte por un delicado esteticismo que tiene mucho de elitista.

El autor es un convenido –lo reafirma en “El ensayo corto”— de que agotar un tema es una tentación que nos aleja “de las formas puras del arte” y que las apreciaciones fugaces poseen una “delicada fragancia” que podemos dañar si detenemos en ellas por largo tiempo la atención.

“Es el ensayo corto la expresión cabal, aunque ligera, de una idea. Su carácter propio procede del don de evocación que comparte con las cosas esbozadas y sin desarrollo”. (Torri, 1992 (p. 33).

Lo inacabado, lo que sólo es entrevisto mediante alusiones y sugerencias es la elección del escritor ante el horror del aserrín insustancial o, peor, de las explicaciones que lo acerquen al público.

En el texto citado: “el desarrollo supone llegar a las multitudes. Es como un puente entre las imprecisas meditaciones de un solitario y la torpeza intelectiva de un filisteo (p. 34). ¿Pudor literario u orgullosa superioridad? ¿O un pesimismo del tipo: nada existe y si algo existe no puede ser comunicado?

Como sea, Torri (1992) parece abominar de la cercanía del vulgo. En “La oposición del temperamento oratorio y el artístico” critica a los oradores por hallarse “…demasiado sujetos al público, el cual nunca puede ser un útil colaborador del artista. Las más exquisitas formas de arte requieren para su producción e inteligencia algún alejamiento del vulgo” (p. 15).

El absurdo y la creación

Nuestro autor parece decirnos que para que una idea merezca ese nombre debe ser corrosiva. De ahí el carácter meditativo de su obra, en la que muchas veces destaca el lado absurdo e impostado de nuestras costumbres y concepciones. Lo que en este maestro universitario se considera irónico o burlesco es, en realidad, una puerta de escape plenamente asumida:

“Se escribe –confiesa a Emmanuel Carballo (1986), a quien le repite textualmente lo que antes había fijado en “De la noble esterilidad de los ingenio”—algunas veces para escapar a las formas tristes de una vida vulgar y monótona…Evadirnos de la fealdad cotidiana por la puerta de lo absurdo: he aquí el mejor empleo de nuestra facultad creadora” (p. 175).

Esa trasgresión o alteración de la lógica que constituye “la puerta de lo absurdo” instaura, en efecto, mundos fantásticos o imposibles en apariencia, pero que en cierto sentido evocan los descubrimientos de la física cuántica, durante las dos primeras décadas del siglo XX, y de los que acaso Torri haya tenido noticia.

Así como la física subatómica descubrió que existe un ámbito de la naturaleza que escapa a las restricciones de la lógica y en el que no rigen las leyes del mundo que experimentamos mediante los sentidos (una “realidad” trastocada), el narrador de “Mi único viaje” relata el caso de un amigo suyo tan mentiroso que cuando hablaba de seres que sí existían, éstos dejaban de existir en el mundo de la realidad para existir en el de la mentira, un mundo en el que, como en la nueva Física, “no hay leyes naturales que limiten las posibilidades reales de los fenómenos”, según explica el narrador al inicio del relato (Torri, 1987 (p. 21).

“Este género de muerte (la súbita desaparición de la persona mencionada por el mentiroso en alguna plática incidental) cogía desprevenidas a las gentes, que desaparecían, verbi gratia, en lo más encarnizado de una riña, o en el punto de reconciliarse dos antiguos enemigos, o en cualquier otro trance grave de la vida” (p.22).

La alegoría parece una exploración sobre el poder fundacional de la palabra: ¿De verdad –como suponía Quevedo—“las palabras son aire y van al aire”? o, mejor ¿instauran una realidad inmaterial que cobra vida en cuanto es nombrada, por existir ya en el conocimiento de los hablantes que la compartieron?

¿O sugiere todas las posibilidades infinitas de realidades o mundos posibles surgidos de la mentira o los prejuicios que pueblan las miles de conversaciones que a diario tienen lugar entre los hombres?

La fantasía es en Torri, como se ve, una forma de radicalidad, cuyo poder transformador puede resultar hasta peligroso para un mundo que, como ha demostrado Foucault, abomina de la locura, precisamente por su capacidad liberadora y predictiva.

La perplejidad en que nos instala el universo de Torri resulta de lo que, al parecer, es su convicción: no hay creación sin radicalismo. Y el suyo, es la subversión del orden natural de las cosas mediante su reducción al absurdo.

En “De fusilamientos” (1992), por ejemplo, ironiza sobre el tema de las ejecuciones proponiendo “mejoras”: evitar que se realicen al amanecer, o que el pelotón esté conformado por hombres aseados que debieran ofrecer una mejor presentación al pararse frente al condenado para que éste no tenga ante sí un espectáculo deplorable –como si el trance de la propia muerte no lo fuera de suyo-- y no ande pidiendo que le venden los ojos.

La condena a este acto de barbarie queda rubricada mediante una sutil operación que consiste en reparar con la mayor seriedad en detalles aledaños, insignificantes y hasta frívolos frente a algo que, sin importar cuánto se mejore seguirá siendo un drama: el drama de la muerte. Mediante el recurso de desviar la atención de la solución extrema hacia los detalles, logra precisamente lo contrario: que la atención se fije en el acto de barbarie.
Otro tanto ocurrirá en “El ladrón de ataúdes” (Torri, 1987 (p. 19), cuento en el que no obstante los detallados datos que se proporcionan acerca de los fallecidos, lo que importa son los ricos ornamentos con que se revisten las cajas mortuorias y que le dan a éstas un interés propio más allá del personaje cuyos despojos mortales está destinada a albergar.

Si ridículo resulta el interés del coleccionista de ataúdes más lo es el afán de los mortales por adquirir cajas cuya finura de materiales y confortables interiores en nada benefician al difunto y mucho despiertan la avaricia de coleccionistas que luego medrarán con la venta de esas reliquias tan valiosas que hasta engendran un mercado negro con conocedores y toda la cosa.

Este género de ironía es descrito por Helena Beristáin (2006) como disimulación o disimulo, por sustituir el emisor un pensamiento por otro, con lo cual oculta su verdadera opinión para que el receptor la adivine, por lo que juega durante un momento con el desconcierto o el malentendido. La ironía por disimulación es tan ingeniosa y delicada, que no parece de burla sino en serio, como los consejos para mejorar los fusilamientos, o los que da el autor en el relato “De funerales” en los que con sorna, se queja de lo mal que anda la oratoria fúnebre y, en general, todo el ritual de las exequias.

Como se ha sugerido (Carballo, 1986) la obra de Julio Torri prefigura entre nosotros los textos de Juan José Arreola, por su estilo breve e intimista y una desbordada imaginación, lo cual se extenderá en los años siguientes en autores como Francisco Tario y Augusto Monterroso, en quienes la precisión es condición de la brevedad.

Con Torri se inaugura, pues, el humor y la aspiración hacia la quinta esencia extrema, al punto que Lauro Zavala considera que el primer libro de minificción en Hispanoamérica es precisamente Ensayos y poemas, de Julio Torri.



 BIBLIOGRAFÍA

 Beristáin, Helena (2006). Diccionario de retórica y poética (9ª. Ed). México, D.F., México: Editorial Porrúa.

Carballo, Emmanuel (1986). Protagonistas de la literatura mexicana. México, D.F., México: Ediciones del Ermitaño/SEP (Colección Lecturas Mexicanas 48. Segunda serie).

Torri, Julio (1987). El ladrón de ataúdes. México, D.F., México: FCE.

Torri, Julio (1992). De fusilamientos y otras narraciones (1a. reimp. De la 2ª. Ed., 1984) México, D.F., México: FCE/SEP (Colección Lecturas mexicanas 17).

viernes, 7 de diciembre de 2012

El Quijote y Lolita, arquetipos

En su notabilísima Introducción al Quijote, E.C. Riley alude a lo que parece ser una de las claves para la creación de personajes trascendentes en la literatura.

Al analizar la cuestión de las fuentes de la novela de Cervantes, ubica como posible precedente a "una distinguida pareja de cómicos italianos popular de 1574 en adelante. Éstos eran Bottarga (un hombre corpulento, de donde deriva la denominación de esos disfrases enormes utilizados en teatro y más recientemente en publicidad) y Ganassa (un hombre delgado).

"Es bastante improbable que Cervantes no los conociera, por lo menos de oídas, y es en cambio probable que, de manera consciente o inconsciente, su creación del personaje Don Quijote deba algo a Ganassa".

Riley asienta lo evidente respecto de Don Quijote y Sancho Panza: que no hay pareja de personajes en la literatura occidental que sea reconocible de una manera más inmediata y universal, incluso para la gente que no ha leído el libro.

Y añade que "este efecto no se debe únicamente a las dotes de Cervantes para la descripción breve y encendida, sino también a su identificación con un cierto elemento arquetípico".

Esta última afirmación coincide con una opinión de Jorge Luis Borges. En un texto sobre Nabokov, incluido en Apariciones, una antología de ensayos de Juan García Ponce, éste recuerda que en un escrito sobre Quevedo, Borges destacó que el autor español es, probablemente, palabra por palabra, el escritor perfecto, y sin embargo no ha alcanzado la popularidad que merece porque en su obra no existe un sólo prototipo, una figura ideal que cautive la imaginación como lo sería, evidentemente, Don Quijote, por ejemplo.

El propio Nabokov logró esa trascendencia con su novela Lolita, en la que se cumplió de nuevo el postulado de Riley y Borges: crear un arquetipo, en este caso Lolita: la ninfeta como símbolo sexual.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Pedro Páramo revisitado

Al cumplirse este 16 de mayo el 95 aniversario del nacimiento de Juan Rulfo, ofrezco las posibilidades de lectura que encuentro en Pedro Páramo: el manejo del tiempo y el espacio; las aluciones simbólicas del relato y la figura del cacique.

Espacio y tiempo


En Pedro Páramo el tiempo y el espacio conforman una unidad espacio-temporal de múltiples dimensiones que se enrollan y desenrollan simultáneamente –como la lengua de aquella mujer, de la que Juan Preciado nos dice “que se trababa y destrababa al hablar” (p. 11)-- por lo que siempre tenemos la impresión de que la multitud de hechos que se suceden ocurren en este momento. El antes y el después parecen fundidos en una misma secuencia, de ahí la unidad espacio-tiempo.

Véase la escena en que el padre Rentaría no pudo dormir y sale a recorrer las calles solitarias de Comala. Durante su paseo recuerda el día que le entregó a Pedro Páramo un bebé (Miguel) parido por una mujer que murió al dar a luz y que al parecer es hijo del cacique. Enseguida se le ve al padre caminar hacia Contla y sin que apenas lo notemos ya está de regreso en su casa porque escuchamos a su sobrina Ana peguntarle dónde había estado.

De inmediato el recuerdo de Rentaría nos regresa a Contra, durante su entrevista con el padre del lugar quien se negó a confesarlo, y cuando tras despedirse del cura, se levanta y va hacia la puerta escuchamos de nuevo a Ana preguntarle: “¿Adónde va usted tío?” Y por esta intervención sabemos que su remembranza terminó y que ya está de nuevo dispuesto a salir a caminar y que sus pasos lo conducirán hasta la Media Luna para dar a Pedro Páramo el pésame por la muerte de Miguel, episodio de cuyos detalles ya nos habíamos enterado casi al principio del relato, pero que de nuevo “aparece” ante nosotros.

De regreso a su iglesia, lo vemos confesar a Dorotea, quien le revela que ella le “conchavaba” las mujeres al joven difunto.

Este encabalgamiento de hechos que están sucediendo “ahora” con otros que ocurrieron “antes”, pero que parecen estar teniendo lugar también en este momento, le dan a la trama un sentido de simultaneidad. Y en este suceder todo al mismo tiempo quedan anuladas las nociones de pasado y presente: todo se remite a la eternidad, es decir, a una dimensión en la que el tiempo no existe –tal vez porque no hay nadie que lo piense como tal ni lo sienta transcurrir-- o ha perdido sentido, como en Comala.

En esa dimensión de eternidad las secuencias no existen y todo es, como dirían los personajes de la novela, un puro transcurrir de recuerdos donde “el amanecer; la mañana; el mediodía y la noche (son) siempre los mismos”.

Ese amontonamiento de acontecimientos puede deberse a que las vidas de todos ocurren en apenas un breve espacio-temporal. Véase al efecto esta significativa frase que Rulfo deja caer en medio del relato así como si nada, como no queriendo la cosa: “El reloj de la iglesia dio las horas, una tras otra, una tras otra, como si se hubiera encogido el tiempo” (p. 16).

Y en ese “tiempo encogido” –que en la eternidad sería apenas un puntito negro, como los que se divisan en la lejanía, por el camino de Comala y que después se convierten en hombres que vienen en auxilio de Pedro Páramo, cuando Abundio lo ataca-- se apretuja y cabe todo lo que ocurre en la novela, incluso el regresar del propio tiempo ya bien avanzada la acción:

“Como si hubiera retrocedido el tiempo. Volví a ver la estrella junto a la luna. Las nubes deshaciéndose. Las parvadas de los tordos…El arriero que me decía: ‘¡búsque a doña Eduviges, si todavía vive!’”. (p. 47).


Simbolismo y mito

 
El descenso

Un simbolismo evidente en la novela es lo que pudiera considerarse un descenso de Juan Preciado al infierno que es Comala, un lugar situado simbólicamente “…sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno”, es decir, en la entrada, en el límite que separa la tierra del inframundo. Este límite, por lo demás, define una ambigüedad que recorrerá todo el relato: no se está ni aquí ni allá, es un lugar suspendido entre dos entidades donde esa misma indeterminación hace que todo parezca “como en espera de algo” (p. 9).

“¿Adónde va usted?” Pregunta Juan Preciado al arriero Abundo Martínez y éste responde: “Voy para abajo, señor”. Y ese descenso se acentúa: “…bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire” (p. 9).

Ese hundirse en el “puro calor sin aire” parece aludir a otro simbolismo que da el tono a la novela: el descenso de los muertos al sepulcro, pues un signo de la vida es el aire que permite la actividad vital y allí, bajo la tierra, se carece de él.

Este simbolismo mítico del abajo/arriba se multiplicará a lo largo del texto en varias referencias:

“El aire soplaba allá arriba, aunque aquí abajo se convertía en calor” (p. 36)

“Sentí allá arriba la huella por donde había venido, como una herida abierta entre la negrura de los cerros” (p. 40).

“Siento como si alguien caminara sobre nosotros” (p. 52).


Abundio Martínez, el acompañante en el descenso, parece ser una especie de Caronte, el baquero de la muerte que, en la mitología griega, es el encargado de conducir a los muertos a través de la laguna Estigia, hasta el Hades.

Pero como, al parecer –porque en esta atmósfera nada hay de certidumbre—Juan Preciado aún no está muerto, el arriero es una especie de médium que comunica a ambos mundos, pues, como dirá más adelante Eduviges Dyada, “Nos contaba cómo andaban las cosas allá del otro lado del mundo, y seguramente a ellos les contaba cómo andábamos nosotros” (p. 17).

El incesto

Otro simbolismo mítico presente es la figura de los hermanos incestuosos con los que se topa Juan Preciado:

“--¿A dónde fue su marido?
--No es mi marido. Es mi hermano; aunque él no quiere que se sepa” (p. 44).

Aunque no queda claro el por qué de esta figura en la novela, aventuremos que se trata de una reminiscencia de la pareja original, el mito de Adán y Eva recobrado. Si estamos en un lugar donde el pecado es la norma, no podrían dejar de figurar a quienes se atribuye la fuente original del mal que parece mover a todos los hombres en el universo rulfiano.

Donis y su hermana se justifican porque no fueron ellos sino las circunstancias las que los condujeron al mal: “Yo le quise decir que la vida nos había juntado, acorralándonos y puesto uno junto al otro. Estábamos tan solos aquí, que los únicos éramos nosotros. Y de algún modo había que poblar el pueblo” (p. 45).

Además, resulta indicativo el hecho de que la mujer, la hermana, al contrario de su pareja, carezca de nombre, como si su humanidad se la otorgara sólo su carácter sexual. Digamos de paso que el sexo adquiere la forma de tabú al que sólo se le refiere por alusiones y desviaciones retóricas:

“¿Te fijas cómo se revuelca? Igual que si lo zangolotearan por dentro. Lo sé porque a mí me ha sucedido.
--¿Qué te ha sucedido a ti?
--Aquello.
--No sé de qué hablas
--No hablaría si no me acordara al ver a ése, rebulléndose, de lo que me sucedió a mí la primera vez que lo hiciste. Y de cómo me dolió y de lo mucho que me arrepentí de eso.
--¿De cual eso?
--De cómo me sentía apenas me hiciste aquello, que aunque tú no quieras yo supe que estaba mal hecho” (p. 42).

El parricidio

La novela concluye con la muerte de Pedro Páramo, el cual “se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras” (p. 101), luego de que, al parecer, Abundió Martínez, uno de los muchos hijos a los que el cacique abandonó –recuérdese como al principio, al mostrarle a Juan Preciado los vastos dominios pertenecientes a aquél, se queja: “Y es de él todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo” (p. 10)— lo acuchilla cuando acude, borracho, “por una ayudadita para enterrar a mi muerta” (p. 99).

“Abundio siguió avanzando, dando traspiés, agachando la cabeza y a veces caminando en cuatro patas. Sentía que la tierra se retorcía, le daba vueltas y luego se le soltaba…hasta que llegó frente a la figura de un señor sentado junto a una puerta”

“La cara de Pedro Páramo se escondió debajo de las cobijas como si se escondiera de la luz, mientras que los gritos de Damiana se oían salir más repetidos, atravesando los campos: ¡Están matando a don Pedro!” (p. 99).

El cacique como presencia social

El Cacique es una presencia omnipresente en nuestros pueblos y regiones. De él como centro depende la economía del lugar: el comercio, las tierras, las leyes y las relaciones de parentesco; la prosperidad o la ruina de los lugareños; es juez que decide destinos; protege, encubre o abandona y juzga sobre la vida y la muerte de sus dominados.

Todo se diseña y se cumple conforme a su voluntad.

En el relato que nos ocupa, el tiempo referencial histórico o en el que ocurren los hechos narrados, comprende desde el porfiriato hasta mediados de la segunda década del siglo XX, pues por Dorotea venimos a saber que “…ya cuando le faltaba poco para morir (se refiere a Pedro Páramo) vinieron las guerras esas de los ‘cristeros’” (p. 67).

Se trata de un México al que los historiadores han caracterizado como un capitalismo feudal en el que los dueños de la tierra se convertían en la única autoridad en todos los ámbitos de la vida social de las regiones dominadas por ellos, y esto incluía ser dueños de las vidas de sus siervos o peones acasillados, para lo cual recurrían a la violencia  y al atropello:

“—La semana venidera irás con el Aldrete. Y le dices que recorra el lienzo. Ha invadido tierras de la Media Luna.
--Él hizo bien sus mediciones. A mí me consta
--Pues dile que se equivocó. Que estuvo mal calculado…
--¿Y las leyes?
--¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos  hacer nosotros” (p. 36).

Esa presencia omnímoda es de tal magnitud que cuando el cacique decide acabar con la región en venganza por las fiestas que Comala organizó los días en que murió Susana San Juan, aquello se convierte en un páramo inservible:

“Desde entonces la tierra se quedó baldía y como en ruinas. Daba pena verla llenarse de achaques con tanta plaga que la invadió en cuanto la dejaron sola. De allá para acá se consumió la gente; se desbandaron los hombres en busca de otros ‘bebederos’” (p. 67).

Es de tal magnitud la influencia personal, que una decisión, un desánimo y un deseo de venganza personales acaban y condenan a la postración a todo un pueblo o una región.