He aquí un
escritor radical. Dicho sea por cuanto a su capacidad para subvertir, mediante la imaginación literaria, el orden natural de nuestras nociones.
Considerado maestro de la brevedad por la cortedad de su obra –Ensayos y poemas (1917), De fusilamientos (1940), Tres libros— y el laconismo de los textos que la conforman, que no por la originalidad e intelectualismo que le otorgan vastos alcances dentro de la literatura mexicana.
Considerado maestro de la brevedad por la cortedad de su obra –Ensayos y poemas (1917), De fusilamientos (1940), Tres libros— y el laconismo de los textos que la conforman, que no por la originalidad e intelectualismo que le otorgan vastos alcances dentro de la literatura mexicana.
En efecto, en
Julio Torri (Saltillo, Coah., 27 de junio de1889-Cd. De México, 11 de mayo de
1970) tenemos a un buscador de esencias que incluyen el empleo de la palabra
exacta.
Dueño de una
sólida cultura, como los demás miembros de esa generación con la que coincidió
en el Ateneo de la juventud al
despuntar el siglo XX, Torri encuentra en el arsenal de nuestra lengua, el
término que significa y evoca hasta con elegancia, lo que exactamente quiere
decir, de lo que resulta un estilo riguroso, diríase quirúrgico, por su
precisión y asepsia.
No sólo nos
coloca frente a miradores insospechados desde los cuales atisbar acerca de
nuestras concepciones más enraizadas sobre la vida, la cultura y la muerte,
sino que, como buen connaisseur de su
materia prima –la palabra—cumple con esa otra tarea de todo gran escritor y
maestro: ampliar los límites de nuestro lenguaje, y con ello los de nuestro
mundo y cultura, al ponernos en contacto con términos inusuales que nos revelan
la riqueza expresiva de que disponemos.
“El epígrafe
–escribe en un texto de Ensayos y poemas—se
refiere pocas veces de manera clara y directa al texto que exorna…” (Torri,
1992 (p.12). (Exornar: adornar). A Torri, para aprender, hay que leerlo con el
diccionario en la mano.
Preguntado
alguna vez por su concepción estética, remitió a “El descubridor”, un relato
incluido en De fusilamientos, en el
que se lee:
“A semejanza del
minero es el escritor: explota cada intuición como una cantera. A menudo dejará
la dura faena pronto, pues la veta no es profunda. Otras veces dará con rico
yacimiento del mejor metal, del oro más esmerado. ¡Qué penoso espectáculo
cuando seguimos ocupándonos de un manto que acabó ha mucho! En cambio, ¡qué
fuerza la del pensador que no llega ávidamente hasta colegir la última
conclusión posible de su verdad, esterilizándola; sino que se complace en
mostrarnos que es ante todo un descubridor de filones y no un mísero barretero
al servicio de codiciosos accionistas” (Carballo, 1986 (p. 175).
Esta declaración
de principios explica no sólo la brevedad de la obra --cuyo único reparo, al
decir de Alfonso Reyes, fue “su decidido apego al silencio”-- sino el cúmulo de
provocaciones que la conforman y que, a manera de un iceberg, constituyen
apenas un aviso o, si se quiere, una
premonición de las sólidas profundidades en las que es posible hurgar.
A Torri, desde
luego, y como buen provocador que es, no le interesa extender el alcance de las
ideas que suelta al ruedo, en parte por lo que nos ha dicho ya, que él “es ante
todo un descubridor…y no un mísero barretero” y en parte por un delicado
esteticismo que tiene mucho de elitista.
El autor es un
convenido –lo reafirma en “El ensayo corto”— de que agotar un tema es una tentación
que nos aleja “de las formas puras del arte” y que las apreciaciones fugaces
poseen una “delicada fragancia” que podemos dañar si detenemos en ellas por largo
tiempo la atención.
“Es el ensayo
corto la expresión cabal, aunque ligera, de una idea. Su carácter propio
procede del don de evocación que comparte con las cosas esbozadas y sin
desarrollo”. (Torri, 1992 (p. 33).
Lo inacabado, lo
que sólo es entrevisto mediante alusiones y sugerencias es la elección del
escritor ante el horror del aserrín insustancial o, peor, de las explicaciones
que lo acerquen al público.
En el texto
citado: “el desarrollo supone llegar a las multitudes. Es como un puente entre
las imprecisas meditaciones de un solitario y la torpeza intelectiva de un
filisteo (p. 34). ¿Pudor literario u orgullosa superioridad? ¿O un pesimismo
del tipo: nada existe y si algo existe no puede ser comunicado?
Como sea, Torri
(1992) parece abominar de la cercanía del vulgo. En “La oposición del
temperamento oratorio y el artístico” critica a los oradores por hallarse
“…demasiado sujetos al público, el cual nunca puede ser un útil colaborador del
artista. Las más exquisitas formas de arte requieren para su producción e
inteligencia algún alejamiento del vulgo” (p. 15).
El absurdo y la creación
Nuestro autor
parece decirnos que para que una idea merezca ese nombre debe ser corrosiva. De
ahí el carácter meditativo de su obra, en la que muchas veces destaca el lado
absurdo e impostado de nuestras costumbres y concepciones. Lo que en este
maestro universitario se considera irónico o burlesco es, en realidad, una
puerta de escape plenamente asumida:
“Se escribe
–confiesa a Emmanuel Carballo (1986), a quien le repite textualmente lo que
antes había fijado en “De la noble esterilidad de los ingenio”—algunas veces
para escapar a las formas tristes de una vida vulgar y monótona…Evadirnos de la
fealdad cotidiana por la puerta de lo absurdo: he aquí el mejor empleo de
nuestra facultad creadora” (p. 175).
Esa trasgresión o alteración de la lógica que constituye “la puerta de lo absurdo” instaura, en efecto, mundos fantásticos o imposibles en apariencia, pero que en cierto sentido evocan los descubrimientos de la física cuántica, durante las dos primeras décadas del siglo XX, y de los que acaso Torri haya tenido noticia.
Así como la
física subatómica descubrió que existe un ámbito de la naturaleza que escapa a
las restricciones de la lógica y en el que no rigen las leyes del mundo que
experimentamos mediante los sentidos (una “realidad” trastocada), el narrador
de “Mi único viaje” relata el caso de un amigo suyo tan mentiroso que cuando
hablaba de seres que sí existían, éstos dejaban de existir en el mundo de la
realidad para existir en el de la mentira, un mundo en el que, como en la nueva
Física, “no hay leyes naturales que limiten las posibilidades reales de los
fenómenos”, según explica el narrador al inicio del relato (Torri, 1987 (p.
21).
“Este género de
muerte (la súbita desaparición de la persona mencionada por el mentiroso en
alguna plática incidental) cogía desprevenidas a las gentes, que desaparecían,
verbi gratia, en lo más encarnizado de una riña, o en el punto de reconciliarse
dos antiguos enemigos, o en cualquier otro trance grave de la vida” (p.22).
La alegoría
parece una exploración sobre el poder fundacional de la palabra: ¿De verdad
–como suponía Quevedo—“las palabras son aire y van al aire”? o, mejor ¿instauran una
realidad inmaterial que cobra vida en cuanto es nombrada, por existir ya en el
conocimiento de los hablantes que la compartieron?
¿O sugiere todas
las posibilidades infinitas de realidades o mundos posibles surgidos de la
mentira o los prejuicios que pueblan las miles de conversaciones que a diario
tienen lugar entre los hombres?
La fantasía es en
Torri, como se ve, una forma de radicalidad, cuyo poder transformador puede
resultar hasta peligroso para un mundo que, como ha demostrado Foucault,
abomina de la locura, precisamente por su capacidad liberadora y predictiva.
La perplejidad
en que nos instala el universo de Torri resulta de lo que, al parecer, es su
convicción: no hay creación sin radicalismo. Y el suyo, es la subversión del
orden natural de las cosas mediante su reducción al absurdo.
En “De
fusilamientos” (1992), por ejemplo, ironiza sobre el tema de las ejecuciones
proponiendo “mejoras”: evitar que se realicen al amanecer, o que el pelotón
esté conformado por hombres aseados que debieran ofrecer una mejor presentación
al pararse frente al condenado para que éste no tenga ante sí un espectáculo
deplorable –como si el trance de la propia muerte no lo fuera de suyo-- y no
ande pidiendo que le venden los ojos.
La condena a
este acto de barbarie queda rubricada mediante una sutil operación que consiste
en reparar con la mayor seriedad en detalles aledaños, insignificantes y hasta
frívolos frente a algo que, sin importar cuánto se mejore seguirá siendo un drama:
el drama de la muerte. Mediante el recurso de desviar la atención de la
solución extrema hacia los detalles, logra precisamente lo contrario: que la
atención se fije en el acto de barbarie.
Otro tanto
ocurrirá en “El ladrón de ataúdes” (Torri, 1987 (p. 19), cuento en el que no
obstante los detallados datos que se proporcionan acerca de los fallecidos, lo
que importa son los ricos ornamentos con que se revisten las cajas mortuorias y
que le dan a éstas un interés propio más allá del personaje cuyos despojos
mortales está destinada a albergar.
Si ridículo
resulta el interés del coleccionista de ataúdes más lo es el afán de los
mortales por adquirir cajas cuya finura de materiales y confortables interiores
en nada benefician al difunto y mucho despiertan la avaricia de coleccionistas
que luego medrarán con la venta de esas reliquias tan valiosas que hasta
engendran un mercado negro con conocedores y toda la cosa.
Este género de
ironía es descrito por Helena Beristáin (2006) como disimulación o disimulo,
por sustituir el emisor un pensamiento por otro, con lo cual oculta su
verdadera opinión para que el receptor la adivine, por lo que juega durante un
momento con el desconcierto o el malentendido. La ironía por disimulación es
tan ingeniosa y delicada, que no parece de burla sino en serio, como los
consejos para mejorar los fusilamientos, o los que da el autor en el relato “De
funerales” en los que con sorna, se queja de lo mal que anda la oratoria
fúnebre y, en general, todo el ritual de las exequias.
Como se ha
sugerido (Carballo, 1986) la obra de Julio Torri prefigura entre nosotros los
textos de Juan José Arreola, por su estilo breve e intimista y una desbordada
imaginación, lo cual se extenderá en los años siguientes en autores como
Francisco Tario y Augusto Monterroso, en quienes la precisión es condición de
la brevedad.
Con Torri se
inaugura, pues, el humor y la aspiración hacia la quinta esencia extrema, al
punto que Lauro Zavala considera que el primer libro de minificción en
Hispanoamérica es precisamente Ensayos y
poemas, de Julio Torri.
BIBLIOGRAFÍA
Beristáin,
Helena (2006). Diccionario de retórica y
poética (9ª. Ed). México, D.F., México: Editorial Porrúa.
Carballo,
Emmanuel (1986). Protagonistas de la
literatura mexicana. México, D.F., México: Ediciones del Ermitaño/SEP
(Colección Lecturas Mexicanas 48. Segunda serie).
Torri, Julio
(1987). El ladrón de ataúdes. México,
D.F., México: FCE.
Torri, Julio (1992).
De fusilamientos y otras narraciones
(1a. reimp. De la 2ª. Ed., 1984) México, D.F., México: FCE/SEP (Colección Lecturas
mexicanas 17).
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