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La defenestración de Elba Esther Gordillo del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación y la declarada sumisión del Partido Revolucionario Institucional (PRI) al gobierno de Enrique Peña Nieto marcan el inicio formal del proceso de restauración presidencialista, con su aura de autoritarismo vertical que caracterizó al sistema político mexicano desde su formación en 1929.
Asistimos hoy a la restauración de presidencialismo y a la puesta al día de uno de sus mecanismos más eficaces: el control corporativo de la sociedad como vía no para la construcción de consensos, sino para la imposición de la unanimidad.
En ese proyecto, resultaban esenciales dos cosas:
1. Que las distintas parcelas de poder --que tras el interregno panista parecían haber ganado autonomía-- recordaran dónde se encuentra la verdadera fuente de su poder y de sus negocios.
La temprana declaración del nuevo gobierno de que recuperaría la rectoría del Estado en materia educativa, era en realidad una advertencia de alcances más amplios: el poder político reestablecería para sí el control de los negocios y cacicazgos inherentes a éste o a cualquier otro sector, público o privado: petróleo, telecomunicaciones, gobiernos locales (recuérdese como al perder la presidencia, el partido se atrincheró en el ámbito de los gobiernos estatales, cuya mayoría nunca perdió, y que así ganaron cierta autonomía del poder central).
La caída de la maestra no fue sino el golpe de autoridad requerido para recordar a los principales liderazgos que el sistema está de vuelta, que, como siempre, está al tanto de las trapacerías de todos y que a menos que se plieguen a los nuevos designios, tendrán que entregar sus cotos de poder y, si se ofrece, ir a prisión previa exhibición pública de sus sabidas corruptelas. De ahí la advertencia-mensaje en voz de Peña Nieto durante su unción como jefe máximo del PRI: en México "no hay intereses intocables".
2. La recuperación del Partido como suministrador, mediante sus tres sectores tradicionales, de la base social incondicional (las llamadas mayorías) que apoyará sin ambages el proyecto de privatización neoliberal del nuevo gobierno, y que le dotará de una imagen, así sea escenográfica, de respaldo popular.
El control corporativo se restaura y se recarga mediante la regla básica: sumisión e incondicionalidad absolutas al poder central. Así, el llamado Pacto por México es, a su modo, una variante ampliada del corporativismo oficial, dentro del cual cabe toda la sociedad. Sólo que a los tres sectores del Partido (campesino, obrero y popular) se agrega ahora un cuarto: el de los partidos políticos representados en el Congreso, dispuestos a aprobar las leyes necesarias para el nuevo diseño en el que concuerdan.
Así, el cerco de control y dominación política sobre la sociedad queda completo. Como antaño, la unanimidad es el rasgo distintivo. Todos a uno coinciden en qué es lo mejor para el país, y todos a uno están de acuerdo en los medios: las reformas estructurales en trabajo, educación, energética, telecomunicaciones y fiscal (incluido el IVA generalizado en alimentos y medicinas).
En esa redistribución del negocio-país, que supone cada una de esas reformas, la reafirmación del poder político, con el presidente en la punta de la pirámide, es necesaria para evitar que la clase política sea desplazada por el avasallante poder económico. Si bien aquélla es un desdoblamiento de éste, no hay una subordinación mecánica y en esa relación se producen confrontaciones y disputas por la definición de fronteras.
En ese marco, el reposicionamiento del poder político frente al económico tuvo otra señal en la reforma al juicio de amparo, la cual arrebató a los particulares en ejercicio de una concesión, el recurso de la suspensión provisional que les permitía seguir explotando el bien hasta en tanto se resolviera el asunto de fondo.
Pero se trata sólo de disputas coyunturales porque la clase política priista es parte de la burguesía local aliada al capital trasnacional en el diseño y aplicación aquí de los postulados del neoliberalismo globalizador ahora en su face financierista (esa a la que los costos de producción y el trabajo asalariado le pesan tanto que los considera una carga que reduce la renta del capital, y prefiere por ello concentrarse en obtener ganancias a partir de la especulación financiera, donde la deuda soberana de los países es una de los principales alimentadoras del sueño máximo: crear dinero sólo a partir de dinero, sin trabajadores, sin fábricas ni sindicatos).
A eso apuntan las reformas estructurales. Si se mira con atención, se verá cómo en la reforma laboral del año pasado, uno de los principales puntos consistió en favorecer el despido del trabajador sin responsabilidad ni costo para el patrón, cuando éste considerara, después de un contrato por un mes, que aquel no era apto.
Eso significa terminar con una conquista laboral: estabilidad en el empleo, que implica la obligación de indemnizar al trabajador despedido. La reforma educativa postula básicamente lo mismo. La permanencia en el empleo queda supeditada a la aprobación de exámenes que calificará el Instituto Nacional de Evaluación Educativa (INEE), una entidad autónoma, pero cuyos comisionados serán designados por el presidente, con lo que se presume que cuando se requiera adelgazar la planta docente, se "reprobará" al número de maestros que se requiera en cada coyuntura.
Además, ese mecanismo de inestabilidad en el empleo servirá para favorecer a los empleadores particulares, pues no se olvide que el diseño de mediano plazo es avanzar también en éste ámbito hacia la privatización educativa.