jueves, 2 de mayo de 2013

Entre el oficio y el desmadre/V



Texto de Ramón Martínez de Velasco, colaborador invitado.

Visto con los ojos del presente, ahora caigo en la cuenta de que el oficio de escribir es un juego peligroso. O puede llegar a serlo.

Esta certeza aplica para la literatura y el periodismo, aún hoy.
Me remonto a los albores de los años 80, periodo al que me ha remitido Alberto Vargas Iturbe, quien en su texto titulado ‘Necropsia de un poeta’ nos cita a Luciano Cano Estrada, a Juan Bautista Mendoza, a Martín Ortiz Zaldívar y al autor de esta columna, fundadores de la revista Desmadre. (Entre el oficio y el desmadre/IV.)

Brevemente, citaré que a Vargas Iturbe (nacido en Jungapeo, Michoacán, y embrutecido en Ciudad Nezahualcóyotl, Distrito Federal) lo conocí en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPyS) de la UNAM, donde ambos fuimos alumnos del muy famoso periodista Fernando Benítez, quien impartía la materia de Géneros Periodísticos.

Allí, en clase, leyó un cuento que aterrorizó a don Fernando, y que ahora forma parte de su libro Miscelánea ‘Los Tarascos’. (Sexo en la trastienda). “Es usted un rufián”, le dijo, sin rodeos, Benítez, y todos soltamos la carcajada. Así que, al crearse la revista Desmadre, no la pensamos. Él tenía que escribir en sus páginas. Y así fue.

Al recordar aquellas épocas, y a quienes jugamos el peligroso juego de escribir, Alberto apunta en su ‘Necropsia de un poeta’:

“Luciano murió de cirrosis. Martín se fue a Veracruz. Ramón a Querétaro. Juan Bautista se casó y desapareció. No sabemos si se retiraron o sigan escribiendo. Hace varios años que no se comunican”.

Pues sí, Luciano falleció. Y cuando me lo informaron no me sorprendí. Esa es la verdad. De hecho, lo primero que pregunté fue: ¿se suicidó? Ya era cuarentón, tirándole a cincuentón. No se suicidó, pero la suya fue una muerte prolongada.

A él se debe la idea de la revista. El nombre, Desmadre, se le ocurrió para hacerle dizque competencia al de Caos, una revista hispano-mexicana que dirigían el académico Héctor Subirats y el poeta veracruzano José Luis Rivas.

Héctor Subirats fue mi maestro de Metodología en la FCPyS, de la que ahora reniega. Un tipo divertido, inteligente, intelectual, fumador empedernido, medio farsante, discípulo del filósofo Fernando Savater (e-veracruz.mx/2013/index.php/2012-06-13-18-40-00/universidades/item/claridad-humor-y-prosa-esplendida-meritos-de-savater-hector-subirats).

Rivas era su patiño durante la clase (www.elfaro.net/es/201006/el_agora/1965/).
De Subirats tengo dos anécdotas:

Una la narra Alberto Vargas: “Ramón y Luciano hablaban del suicidio, influenciados por un maestrito pendejo que daba clases de Metodología en la Facultad”. (Ese “maestrito pendejo” es Héctor Subirats. Claro, muy su opinión.)

“Un joven estudiante se suicidó por hacerle caso y ese maestro pendejo tenía el descaro de presumir ese hecho”. (No me constan ambas situaciones, ni nunca intentó influirme para suicidarme.) “(Héctor) Se iba a tomar vino tinto y nunca se suicidó”.

En efecto, sigue vivito y coleando. Y sí, tomaba bastante vino tinto. A mí me invitó a un par de tertulias a su departamento y de ambas salí girando de allí.
Ahora, va la segunda anécdota.

Líneas arriba he afirmado que era “medio farsante”. A Héctor Subirats le encantaba la anti-Metodología, así que en su clase hablaba mucho de anarquía, suicidio, transgresión, la muerte de Dios, locura y cosas por el estilo.

Héctor formaba grupos de trabajo. Cuando a mi equipo le tocó exponer, mi amigazo Pepe propuso que todos saliéramos del aula y fuéramos a ‘las islas’ de Ciudad Universitaria a tomar vino tinto.

Subirats aceptó (no le quedaba de otra) pero ya en ‘las islas’ volteaba para todos lados. Unos 25 alumnos bebimos nuestras respectivas dosis de vino tinto. De pronto, Pepe saca y prende un churro de mota y le ofrece a Héctor un ‘toque’. Éste se hace para atrás, asustado, y hasta se derrama vino en su camiseta. (Nomás de acordarme estoy carcajeándome.) Inventa un pretexto y se larga de allí, casi corriendo.

Pepe apaga el churro y les dice a todos los compañeros que nuestra exposición consistía en exhibir a Héctor Subirats. Exhibirlo como un rollero. Como alguien que nos invitaba a quebrantar valores, leyes, normas y costumbres, pero que a la hora de la hora se ponía paranóico y se iba tragando camote.

Pepe era un cabrón. De barrio bravo. A donde era muy difícil entrar sin conocer a alguien. Un tipo de una pieza. Siempre me pareció como un personaje nacido en el país equivocado, en la época equivocada.

Para la siguiente clase, Subirats y su patiño José Luis Rivas se vieron casi obligados a quitarse la máscara de dizque desmadrosos y anarquistas.

Mi equipo de trabajo, conformado por seis locos a quienes muy difícilmente se les podía engañar, abandonó el barco. La moraleja de esta anécdota es: no hay que ser hablador.

Nos leemos en la próxima entrega. Será la entrega número VI.

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