En eso de las discusiones los mexicanos tenemos la mecha corta. Luego por eso se nos cuelan asuntos cuyo debate ni aun deberíamos permitirnos, a riesgo de que se nos tilded de intolerantes. Más nos valdría serlo en ocasiones a caer en el garlito al que conducen ciertas discusiones: el aceptar, de facto, un determinado estado de cosas.
Sucede, por ejemplo, con algunas leyes, como la de Seguridad Nacional. Esa ley lo que hará es legalizar la presencia del ejército en las calles, evitará que nuestras fuerzas armadas violen las garantías individuales y los derechos humanos de los ciudadanos (bueno, eso se dice), y enmarcará los momentos en que el comandante supremo de tales fuerzas, que así se designa con afectación al presidente de la República, podrá determinar el estado de excepción --de sitio o toque de queda-- en algunas regiones del país, con lo que los ciudadanos que en tales se encuentren quedarán reducidos a la calidad de sospechosos o arraigados en sus propios domicilios.
¿Pues no que se trataba de que el ejército y la marina regresaran a sus cuarteles y a sus bases navales? Pues sí, pero hénos aquí discutiendo una ley que más bien normará su presencia donde no los queremos: en la calle. ¿Se dan ustedes cuenta? Sin apenas percatarnos ya aceptamos una situación que según eso rechazamos.
¿Cómo llegamos a este punto? Por la vía de los hechos consumados. Primero se impone una situación, luego se formaliza mediante la ley respectiva y a poco nos resulta como algo incluso natural. Como si siempre hubiera estado allí. Lo malo de empezar a ver las cosas como algo natural es que olvidamos su aspecto anómalo.
Los mexicanos nos estamos acostumbrando al miedo y la zozobra; a la violencia y al crimen. Al ejército en las calles, de modo que si un día el señor Felipe Calderón decide que no hay condiciones para realizar elecciones en 2012 y decide mantenerse en Los Pinos durante algunos años más, y para apoyar su decisión recurre a las fuerzas armadas, la sociedad mexicana quizá ya no se escandalice tanto de ese golpe militar ni de que se le imponga una dictadura por la fuerza porque durante seis años habrá sido acostumbrada a la presencia del ejército actuando en su contra.
Así, por la vía de los hechos, a los mexicanos se nos impone una condición que por cotidiana se convierte en parte de nuestra vida y pierde o diluye su carácter anómalo. Véase cómo opera el mecanismo: la violencia e inseguridad que asolan al país y que ponen en riesgo incluso a los menores de edad, es incorporada al curso de la vida normal por las propias autoridades que, en vez de combatir y erradicar esa violencia, crean premios para los ciudadanos que se protejan a sí mismos.
La SEP anunció el pasado mes de agosto que a partir del presente ciclo escolar se crea el premio al mejor plan de seguridad en las escuelas, con el que reconocerá a los planteles de educación básica con las mejores estrategias para enfrentar "situaciones críticas o de alto riesgo".
No se sabe si con cinismo o con humor involuntario, la SEP exige para
acreditar el premio que se presenten videos, fotografías o testimonios
escritos que respalden las estrategias implementadas. Así que deberán
grabarse simulacros o, mejor, el momento en que ocurran balaceras y se
apliquen las medidas previstas.
¿Qué bonito, no?
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