lunes, 8 de abril de 2013

Horario de verano y otras ficciones

¿Y si además de imponer el horario de verano se les ocurriera --como otro modo de incrementar sus ganancias-- añadir un día hábil a la semana? Seguramente lo lograrían porque vivimos en un mundo de ficciones: la ficción democrática, la ficción del Estado de derecho, la ficción económica, entre otras.

Tan vivimos en una ficción económica, por ejemplo, que un día a alguien se le ocurrió quitarle tres ceros al peso para, dijo, facilitar las operaciones financieras. Si eso pudo hacerse es porque el dinero, ese papelito por el que nos matamos todos los días para ganarlo y poder comprar cosas (como debe ser), en realidad no existe.

A propósito de esa adecuación monetaria, permítaseme una referencia personal para decir que mis hijos aún se sorprenden de que tenga libros por los que pagué 15, 600 y que hoy no valen más de 150. Como ellos hay miles de jóvenes que estaban naciendo cuando se adoptó esa ocurrencia, de modo que ignoran la ficción en que ahora viven y creen que el peso ya regresó a su paridad histórica de 12.50 respecto del dólar.

Incluso muchos de quienes fueron testigos de ese cambio ya no lo recuerdan. Y si eso ocurre con hechos que vivieron, qué será con aquellas normas y convenciones que se impusieron cuando ni aun habían nacido y a los que simplemente se adaptaron apenas tuvieron consciencia de sí, considerándolos --no como resultado de procesos históricos--  sino como leyes eternas e inmutables con las que simplemente hay que vivir.

Ese es el "encanto" de las ficciones en que vivimos: la mayoría fueron impuestas y responden al interés de grupos organizados que se benefician de ellas, pero esto no resulta evidente, pues se hacen parecer como cosas naturales.

Así, pues, dispongámonos a vivir  los próximos siete meses del año con la ficción del horario de verano y hagamos de cuenta que entre el sábado 6 y el domingo 7 de este abril, la Tierra giró una hora más rápido sobre su eje o que, de acuerdo con esa otra ocurrencia de la señora Rosario Robles, sólo es otra muestra de que, en efecto, están moviendo a México.

jueves, 4 de abril de 2013

Telecomunicaciones y control social

La reforma en telecomunicaciones, aprobada por la Cámara de Diputados el 22 de marzo, dejó en claro que la clase político-empresarial que conforma el grupo hegemónico en el poder, sabe perfectamente el alcance de los medios de comunicación como adormecedores de conciencias y como instrumentos mediante los cuales asegura el control social y la prevalencia del sistema de dominación imperante.

La mencionada reforma --que aún se procesa en el Senado de la República, como cámara revisora-- niega a pueblos y comunidades indígenas la posibilidad de solicitar concesiones de radio y televisión.

La propuesta de reforma al artículo 28 constitucional, rechazada en bloque por los partidos Revolucionario Institucional (PRI), Acción Nacional (PAN), Verde Ecologista de México y Nueva Alianza, señalaba que las concesiones podrán ser para uso comercial, público, "de los pueblos y comunidades indígenas", social y privado, y se sujetarán, según sus fines, a los principios establecidos en los artículos segundo, tercero, sexto y séptimo constitucionales.

Apuntaba que las concesiones se otorgarían mediante licitación pública, y que en ningún caso el factor determinante para definir al ganador será meramente económico. Al obstaculizar esta propuesta de modificación, esos partidos recurrieron a un argumento insólito: dijeron que permitir a esos pueblos el uso de los medios de radiodifusión, les proporcionaría instrumentos de comunicación que podrían utilizar para alentar la subversión o rebeldía.

Más que un argumento, la aseveración parece una confesión de parte: el reconocimiento de que quienes usufructan las concesiones de radio y televisión concentran un enorme poder. Tanto, que si se difundieran contenidos alejados del mercantilismo, que dén cabida a nuevas ideas, enfoques y concepciones acerca del actual estado de cosas, podrían socavarse los valores del conservadurismo, y eso equivaldría a subvertir el orden establecido.

El miedo, dicen, no anda en burro, y ese temor a la democratización de los medios es el temor a perder el control y la hegemonía sobre unos instrumentos básicos para el sistema de dominación. Así, se proclama que habrá dos nuevas cadenas de televisión y todos se congratulan y felicitan porque ello --aseguran-- rompe el monopolio de Televisa y TV Azteca. Habrá, en efecto, más canales de televisión, no necesariamente más alternativas, porque se trata de proyectos comerciales que ofrecerán el mismo modelo de entretenimiento y distracción que conocemos. No entrañan ningún peligro.

En cambio, se niega ese derecho a los pueblos y comunidades indígenas, acaso porque se sabe que la cosmovisión multicultural y multiétnica se encuentra en las antípodas del establishment. Son dos mundos confrontados, pese a la retórica de la unidad nacional, porque imperan allí condiciones de abandono, explotación y exclusión que constituyen un germen de explosividad social que puede potencializarse con el uso de medios de comunicación autónomos y autogestivos.

Con frecuencia se niega el papel de los medios de comunicación como aparatos ideológicos. El argumento esgrimido para excluir a las comunidades de la posibilidad de obtenerlos en concesión confirma que en efecto lo son. Y lo saben quienes lo niegan.

martes, 2 de abril de 2013

Julio Torri: la palabra como subversión

He aquí un escritor radical. Dicho sea por cuanto a su capacidad para subvertir, mediante la imaginación literaria, el orden natural de nuestras nociones.

Considerado maestro de la brevedad por la cortedad de su obra –Ensayos y poemas (1917), De fusilamientos (1940), Tres libros— y el laconismo de los textos que la conforman, que no por la originalidad e intelectualismo que le otorgan vastos alcances dentro de la literatura mexicana.

En efecto, en Julio Torri (Saltillo, Coah., 27 de junio de1889-Cd. De México, 11 de mayo de 1970) tenemos a un buscador de esencias que incluyen el empleo de la palabra exacta.

Dueño de una sólida cultura, como los demás miembros de esa generación con la que coincidió en el Ateneo de la juventud al despuntar el siglo XX, Torri encuentra en el arsenal de nuestra lengua, el término que significa y evoca hasta con elegancia, lo que exactamente quiere decir, de lo que resulta un estilo riguroso, diríase quirúrgico, por su precisión y asepsia.

No sólo nos coloca frente a miradores insospechados desde los cuales atisbar acerca de nuestras concepciones más enraizadas sobre la vida, la cultura y la muerte, sino que, como buen connaisseur de su materia prima –la palabra—cumple con esa otra tarea de todo gran escritor y maestro: ampliar los límites de nuestro lenguaje, y con ello los de nuestro mundo y cultura, al ponernos en contacto con términos inusuales que nos revelan la riqueza expresiva de que disponemos.

“El epígrafe –escribe en un texto de Ensayos y poemas—se refiere pocas veces de manera clara y directa al texto que exorna…” (Torri, 1992 (p.12). (Exornar: adornar). A Torri, para aprender, hay que leerlo con el diccionario en la mano.

Preguntado alguna vez por su concepción estética, remitió a “El descubridor”, un relato incluido en De fusilamientos, en el que se lee:

“A semejanza del minero es el escritor: explota cada intuición como una cantera. A menudo dejará la dura faena pronto, pues la veta no es profunda. Otras veces dará con rico yacimiento del mejor metal, del oro más esmerado. ¡Qué penoso espectáculo cuando seguimos ocupándonos de un manto que acabó ha mucho! En cambio, ¡qué fuerza la del pensador que no llega ávidamente hasta colegir la última conclusión posible de su verdad, esterilizándola; sino que se complace en mostrarnos que es ante todo un descubridor de filones y no un mísero barretero al servicio de codiciosos accionistas” (Carballo, 1986 (p. 175).

Esta declaración de principios explica no sólo la brevedad de la obra --cuyo único reparo, al decir de Alfonso Reyes, fue “su decidido apego al silencio”-- sino el cúmulo de provocaciones que la conforman y que, a manera de un iceberg, constituyen apenas  un aviso o, si se quiere, una premonición de las sólidas profundidades en las que es posible hurgar.

A Torri, desde luego, y como buen provocador que es, no le interesa extender el alcance de las ideas que suelta al ruedo, en parte por lo que nos ha dicho ya, que él “es ante todo un descubridor…y no un mísero barretero” y en parte por un delicado esteticismo que tiene mucho de elitista.

El autor es un convenido –lo reafirma en “El ensayo corto”— de que agotar un tema es una tentación que nos aleja “de las formas puras del arte” y que las apreciaciones fugaces poseen una “delicada fragancia” que podemos dañar si detenemos en ellas por largo tiempo la atención.

“Es el ensayo corto la expresión cabal, aunque ligera, de una idea. Su carácter propio procede del don de evocación que comparte con las cosas esbozadas y sin desarrollo”. (Torri, 1992 (p. 33).

Lo inacabado, lo que sólo es entrevisto mediante alusiones y sugerencias es la elección del escritor ante el horror del aserrín insustancial o, peor, de las explicaciones que lo acerquen al público.

En el texto citado: “el desarrollo supone llegar a las multitudes. Es como un puente entre las imprecisas meditaciones de un solitario y la torpeza intelectiva de un filisteo (p. 34). ¿Pudor literario u orgullosa superioridad? ¿O un pesimismo del tipo: nada existe y si algo existe no puede ser comunicado?

Como sea, Torri (1992) parece abominar de la cercanía del vulgo. En “La oposición del temperamento oratorio y el artístico” critica a los oradores por hallarse “…demasiado sujetos al público, el cual nunca puede ser un útil colaborador del artista. Las más exquisitas formas de arte requieren para su producción e inteligencia algún alejamiento del vulgo” (p. 15).

El absurdo y la creación

Nuestro autor parece decirnos que para que una idea merezca ese nombre debe ser corrosiva. De ahí el carácter meditativo de su obra, en la que muchas veces destaca el lado absurdo e impostado de nuestras costumbres y concepciones. Lo que en este maestro universitario se considera irónico o burlesco es, en realidad, una puerta de escape plenamente asumida:

“Se escribe –confiesa a Emmanuel Carballo (1986), a quien le repite textualmente lo que antes había fijado en “De la noble esterilidad de los ingenio”—algunas veces para escapar a las formas tristes de una vida vulgar y monótona…Evadirnos de la fealdad cotidiana por la puerta de lo absurdo: he aquí el mejor empleo de nuestra facultad creadora” (p. 175).

Esa trasgresión o alteración de la lógica que constituye “la puerta de lo absurdo” instaura, en efecto, mundos fantásticos o imposibles en apariencia, pero que en cierto sentido evocan los descubrimientos de la física cuántica, durante las dos primeras décadas del siglo XX, y de los que acaso Torri haya tenido noticia.

Así como la física subatómica descubrió que existe un ámbito de la naturaleza que escapa a las restricciones de la lógica y en el que no rigen las leyes del mundo que experimentamos mediante los sentidos (una “realidad” trastocada), el narrador de “Mi único viaje” relata el caso de un amigo suyo tan mentiroso que cuando hablaba de seres que sí existían, éstos dejaban de existir en el mundo de la realidad para existir en el de la mentira, un mundo en el que, como en la nueva Física, “no hay leyes naturales que limiten las posibilidades reales de los fenómenos”, según explica el narrador al inicio del relato (Torri, 1987 (p. 21).

“Este género de muerte (la súbita desaparición de la persona mencionada por el mentiroso en alguna plática incidental) cogía desprevenidas a las gentes, que desaparecían, verbi gratia, en lo más encarnizado de una riña, o en el punto de reconciliarse dos antiguos enemigos, o en cualquier otro trance grave de la vida” (p.22).

La alegoría parece una exploración sobre el poder fundacional de la palabra: ¿De verdad –como suponía Quevedo—“las palabras son aire y van al aire”? o, mejor ¿instauran una realidad inmaterial que cobra vida en cuanto es nombrada, por existir ya en el conocimiento de los hablantes que la compartieron?

¿O sugiere todas las posibilidades infinitas de realidades o mundos posibles surgidos de la mentira o los prejuicios que pueblan las miles de conversaciones que a diario tienen lugar entre los hombres?

La fantasía es en Torri, como se ve, una forma de radicalidad, cuyo poder transformador puede resultar hasta peligroso para un mundo que, como ha demostrado Foucault, abomina de la locura, precisamente por su capacidad liberadora y predictiva.

La perplejidad en que nos instala el universo de Torri resulta de lo que, al parecer, es su convicción: no hay creación sin radicalismo. Y el suyo, es la subversión del orden natural de las cosas mediante su reducción al absurdo.

En “De fusilamientos” (1992), por ejemplo, ironiza sobre el tema de las ejecuciones proponiendo “mejoras”: evitar que se realicen al amanecer, o que el pelotón esté conformado por hombres aseados que debieran ofrecer una mejor presentación al pararse frente al condenado para que éste no tenga ante sí un espectáculo deplorable –como si el trance de la propia muerte no lo fuera de suyo-- y no ande pidiendo que le venden los ojos.

La condena a este acto de barbarie queda rubricada mediante una sutil operación que consiste en reparar con la mayor seriedad en detalles aledaños, insignificantes y hasta frívolos frente a algo que, sin importar cuánto se mejore seguirá siendo un drama: el drama de la muerte. Mediante el recurso de desviar la atención de la solución extrema hacia los detalles, logra precisamente lo contrario: que la atención se fije en el acto de barbarie.
Otro tanto ocurrirá en “El ladrón de ataúdes” (Torri, 1987 (p. 19), cuento en el que no obstante los detallados datos que se proporcionan acerca de los fallecidos, lo que importa son los ricos ornamentos con que se revisten las cajas mortuorias y que le dan a éstas un interés propio más allá del personaje cuyos despojos mortales está destinada a albergar.

Si ridículo resulta el interés del coleccionista de ataúdes más lo es el afán de los mortales por adquirir cajas cuya finura de materiales y confortables interiores en nada benefician al difunto y mucho despiertan la avaricia de coleccionistas que luego medrarán con la venta de esas reliquias tan valiosas que hasta engendran un mercado negro con conocedores y toda la cosa.

Este género de ironía es descrito por Helena Beristáin (2006) como disimulación o disimulo, por sustituir el emisor un pensamiento por otro, con lo cual oculta su verdadera opinión para que el receptor la adivine, por lo que juega durante un momento con el desconcierto o el malentendido. La ironía por disimulación es tan ingeniosa y delicada, que no parece de burla sino en serio, como los consejos para mejorar los fusilamientos, o los que da el autor en el relato “De funerales” en los que con sorna, se queja de lo mal que anda la oratoria fúnebre y, en general, todo el ritual de las exequias.

Como se ha sugerido (Carballo, 1986) la obra de Julio Torri prefigura entre nosotros los textos de Juan José Arreola, por su estilo breve e intimista y una desbordada imaginación, lo cual se extenderá en los años siguientes en autores como Francisco Tario y Augusto Monterroso, en quienes la precisión es condición de la brevedad.

Con Torri se inaugura, pues, el humor y la aspiración hacia la quinta esencia extrema, al punto que Lauro Zavala considera que el primer libro de minificción en Hispanoamérica es precisamente Ensayos y poemas, de Julio Torri.



 BIBLIOGRAFÍA

 Beristáin, Helena (2006). Diccionario de retórica y poética (9ª. Ed). México, D.F., México: Editorial Porrúa.

Carballo, Emmanuel (1986). Protagonistas de la literatura mexicana. México, D.F., México: Ediciones del Ermitaño/SEP (Colección Lecturas Mexicanas 48. Segunda serie).

Torri, Julio (1987). El ladrón de ataúdes. México, D.F., México: FCE.

Torri, Julio (1992). De fusilamientos y otras narraciones (1a. reimp. De la 2ª. Ed., 1984) México, D.F., México: FCE/SEP (Colección Lecturas mexicanas 17).

miércoles, 20 de marzo de 2013

Mover a México: claves del mensaje gubernamental


Cumplidos el pasado 10 de marzo los primeros 100 días desde que Enrique Peña Nieto ejerce la presidencia adquirida (en la acepción de que se adquiere lo que se compra) es posible trazar el perfil del esquema propagandístico (publicidad oficial) que se utiliza para posicionar favorablemente al gobierno, y justificar en el ánimo social la nueva tanda de reformas neoliberales en marcha.

Los ejes principales de la narrativa peñanietista son dos conceptos: "transformación" y "movimiento". El video promocional de tres minutos difundido por los 100 días enfatiza ambas ideas. Convoca a todos los mexicanos a "ser parte de esta gran transformación", e incluye frases como estas: "México, dispuesto a trascender sin miedo a la transformación"; "transformar a México implica mover todo lo que se tenga que mover: la gente, la mentalidad, las instituciones"; "Es momento de mover a México".

Me referiré primero al origen conceptual de esta estrategia, y enseguida, cómo se espera que funcione en la percepción ciudadana para ganar respaldo social y popularidad para políticas esencialmente antipopulares.

Los estrategas gubernamentales desarrollaron esta campaña copiando al antropólogo Clotaire Rapaille, un mercadólogo y publicista francés que cobró notoriedad, a partir de haber desarrollado la noción de Código cultural. Los lectores mexicanos han podido enterarse de la génesis de ese concepto gracias a la Editorial Norma, que en 2007 publicó aquí el libro El código cultural. Una manera ingeniosa para entender por qué la gente alrededor del mundo vive y compra como lo hace.

Rapaille plantea allí que cada cultura tiene sus propios códigos (evocación  sentimental o significativa que el cerebro suministra inconscientemente y que afectan nuestra respuesta ante determinados estímulos) para temas como el amor, la seducción y el sexo; la belleza y la gordura; para la salud y la juventud; para el hogar, el trabajo y el dinero; códigos para la comida y el alcohol; para las compras y el lujo, y hasta para elegir presidentes.

Descubrir el significado inconsciente que le atribuimos a cada uno de esos temas --según seamos estadounidenses, franceses, ingleses o alemanes-- permite identificar por qué hacemos las cosas que hacemos, así como anticipar comportamientos.

A partir de una metodología específica, Rapaille descifró los códigos culturales asociados con esos temas, y desarrolló eficaces campañas de publicidad para Chrysler, General Electric, AT&T, Boeing, Holanda, Kellog's y L'Oreal.

Desde que el mercadólogo francés identificó que el código para la salud y el bienestar es la idea de MOVIMIENTO, muchas campañas de imagen institucional han explotado el concepto. Durante el gobierno de Marcelo Ebrard la Ciudad de México fue promovida como "Capital en movimiento". El Partido Acción Nacional (PAN) ahora se pretende como una entidad de "Ciudadanos que movemos a México", con lo cual reclamó al PRI y al gobierno por la copia del eslogan.


La proliferación abusiva en el uso del concepto habla de la creciente influencia del llamado neuromarketing. Y, en el caso mexicano, del oportunismo y desfachatez con que las agencias de imagen copian estrategias que seguramente venden a los políticos mexicanos como originales. El problema es que a todos les venden lo mismo y por eso se producen disputas por lemas como la que protagonizan PRI y PAN.

Para los estadounidenses --y por extensión para los mexicanos que compartiríamos el mismo código cultural-- la salud y el bienestar involucran siempre la acción; están asociados al movimiento. Éste nos hace sentir saludables y nos confirma que estamos vivos. Evoca una impronta positiva.

Los comunicólogos de Peña Nieto no han hecho sino fusilarse el concepto con el propósito de conectar con el código inconsciente de los mexicanos y lograr así una fuerte asociación emocional con la idea de que el país se encuentra en una dinámica de avance permanente hacia el bienestar y la prosperidad.

Así, la campaña Mover a México está enfocada a crear un ánimo nacional proclive al cambio como sinónimo de movimiento, salud, progreso y bienestar, como dicta el código. Paralelamente, la misma campaña tendería a crear un clima de opinión adverso que vaya minando las resistencias histórico-culturales ante reformas como la hacendaria (IVA en alimentos y medicinas) y energética (privatización del petróleo).

No es casual que precisamente estas últimas se hayan dejado para el final: primero se encarceló a Elba Esther Gordillo para hacer creer que ningún interés particular está sobre el de la nación; luego se anunció la reforma en telecomunicaciones, para simular que se golpea a los poderosos monopolios privados de la televisión y la telefonía, todo lo cual podrá esgrimirse a la hora de justificar las medidas antipopulares que significan esas últimas reformas.

El rechazo a las reformas sería una postura desprestigiada socialmente, pues, con arreglo al clima prefigurado por la campaña Mover a México, se consideraría una actitud de estancamiento, inmovilidad y atraso, nada más alejado del código.

Para avanzar en el proyecto de esta "gran transformación" peñanietista sin muchas resistencias sociales, los estrategas gubernamentales se valen de otro código cultural identificado por Rapaille, el que corresponde a la presidencia: MOISÉS.

El personaje bíblico evoca al líder con una visión fuerte y con la voluntad de sacar a la gente de los problemas. A poco que se analice, se verá que el discurso del mexiquense se mantiene dentro de ese código. Cuando habla de que no llegó para administrar el país sino para transformarlo, y que esta será una nueva etapa de nuestra historia que nos conducirá a trascender (atravesar el largo desierto del inmovilismo panista), lo que está intentando es crear esa visión de grandeza y asumirse como el guía que nos conducirá a la Tierra Prometida, porque él sabe lo que está mal y cómo arreglarlo.

En este esquema de la comunicación política el asunto de la visión es clave, lo mismo que la habilidad que se tenga para transmitir el mensaje inspirador.

Como en otros aspectos del peñanietismo, las similitudes con su antecesor Carlos Salinas son inevitables. La estrategia central del de Agualeguas fue crear una visión de país próspero, moderno; una narrativa de éxito que favoreció su tránsito de la ilegitimidad a la aceptación, y le permitió conducir la primera generación de reformas neoliberales.

Parece la marca de la casa: crear una visión o narrativa que cautive y pónga a soñar a los mexicanos. No en balde Héctor Aguilar Camín se quejaba hace unos años ("Un futuro para México", Nexos, noviembre 2009) de que al país le hacía falta una nueva narrativa, pues tras el discurso de la revolución y el de la fracasada modernización salinista, carecíamos de un cuento que nos pusiera a soñar de nuevo.

Los panistas nunca fueron capaces de crear algo similar, de ahí su fracaso, entre muchos otros factores.Con el regreso del PRI parece haberse reactivado aquel proyecto de ganar tiempo para las reformas oligárquicas mientras se engatusa al pueblo con una visión.

Mover a México hacia su destino trascendente es la visión elegida. Lo malo es que se trata de un cuento muy visto, que podría conducirnos a otra tragedia económico y social acaso de mayores proporciones que la provocada por el salinismo. 





martes, 5 de marzo de 2013

Elba Esther y la restauración

Foto: @PRI_NACIONAL

La defenestración de Elba Esther Gordillo del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación y la declarada sumisión del Partido Revolucionario Institucional (PRI) al gobierno de Enrique Peña Nieto marcan el inicio formal del proceso de restauración presidencialista, con su aura de autoritarismo vertical que caracterizó al sistema político mexicano desde su formación en 1929.

Asistimos hoy a la restauración de presidencialismo y a la puesta al día de uno de sus mecanismos más eficaces: el control corporativo de la sociedad como vía no para la construcción de consensos, sino para la imposición de la unanimidad.

En ese proyecto, resultaban esenciales dos cosas:

1. Que las distintas parcelas de poder --que tras el interregno panista parecían haber ganado autonomía-- recordaran dónde se encuentra la verdadera fuente de su poder y de sus negocios. 

La temprana declaración del nuevo gobierno de que recuperaría la rectoría del Estado en materia educativa, era en realidad una advertencia de alcances más amplios: el poder político reestablecería para sí el control de los negocios y cacicazgos inherentes a éste o a cualquier otro sector, público o privado: petróleo, telecomunicaciones, gobiernos locales (recuérdese como al perder la presidencia, el partido se atrincheró en el ámbito de los gobiernos estatales, cuya mayoría nunca perdió, y que así ganaron cierta autonomía del poder central).

La caída de la maestra no fue sino el golpe de autoridad requerido para recordar a los principales liderazgos que el sistema está de vuelta, que, como siempre, está al tanto de las trapacerías de todos y que a menos que se plieguen a los nuevos designios, tendrán que entregar sus cotos de poder y, si se ofrece, ir a prisión previa exhibición pública de sus sabidas corruptelas. De ahí la advertencia-mensaje en voz de Peña Nieto durante su unción como jefe máximo del PRI:  en México "no hay intereses intocables".

2. La recuperación del Partido como suministrador, mediante sus tres sectores tradicionales, de la base social incondicional (las llamadas mayorías) que apoyará sin ambages el proyecto de privatización neoliberal del nuevo gobierno, y que le dotará de una imagen, así sea escenográfica, de respaldo popular. 

El control corporativo se restaura y se recarga mediante la regla básica: sumisión e incondicionalidad absolutas al poder central. Así, el llamado Pacto por México es, a su modo, una variante ampliada del corporativismo oficial, dentro del cual cabe toda la sociedad. Sólo que a los tres sectores del Partido (campesino, obrero y popular) se agrega ahora un cuarto: el de los partidos políticos representados en el Congreso, dispuestos a aprobar las leyes necesarias para el nuevo diseño en el que concuerdan.

Así, el cerco de control y dominación política sobre la sociedad queda completo. Como antaño, la unanimidad es el rasgo distintivo. Todos a uno coinciden en qué es lo mejor para el país, y todos a uno están de acuerdo en los medios: las reformas estructurales en trabajo, educación, energética, telecomunicaciones y fiscal (incluido el IVA generalizado en alimentos y medicinas).

En esa redistribución del negocio-país, que supone cada una de esas reformas, la reafirmación del poder político, con el presidente en la punta de la pirámide, es necesaria para  evitar que la clase política sea desplazada por el avasallante poder económico. Si bien aquélla es un desdoblamiento de éste, no hay una subordinación mecánica y en esa relación se producen confrontaciones y disputas por la definición de fronteras.

En ese marco, el reposicionamiento del poder político frente al económico tuvo otra señal en la reforma al juicio de amparo, la cual arrebató a los particulares en ejercicio de una concesión, el recurso de la suspensión provisional que les permitía seguir explotando el bien hasta en tanto se resolviera el asunto de fondo.

Pero se trata sólo de disputas coyunturales porque la clase política priista es parte de la burguesía local aliada al capital trasnacional en el diseño y aplicación aquí de los postulados del neoliberalismo globalizador ahora en su face financierista (esa a la que los costos de producción y el trabajo asalariado le pesan tanto que los considera una carga que reduce la renta del capital, y prefiere por ello concentrarse en obtener ganancias a partir de la especulación financiera, donde la deuda soberana de los países es una de los principales alimentadoras del sueño máximo: crear dinero sólo a partir de dinero, sin trabajadores, sin fábricas ni sindicatos).

A eso apuntan las reformas estructurales. Si se mira con atención, se verá cómo en la reforma laboral del año pasado, uno de los principales puntos consistió en favorecer el despido del trabajador sin responsabilidad ni costo para el patrón, cuando éste considerara, después de un contrato por un mes, que aquel no era apto.

Eso significa terminar con una conquista laboral: estabilidad en el empleo, que implica la obligación de indemnizar al trabajador despedido. La reforma educativa postula básicamente lo mismo. La permanencia en el empleo queda supeditada a la aprobación de exámenes que calificará el Instituto Nacional de Evaluación Educativa (INEE), una entidad autónoma, pero cuyos comisionados serán designados por el presidente, con lo que se presume que cuando se requiera adelgazar la planta docente, se "reprobará" al número de maestros que se requiera en cada coyuntura.

Además, ese mecanismo de inestabilidad en el empleo servirá para favorecer a los empleadores particulares, pues no se olvide que el diseño de mediano plazo es avanzar también en éste ámbito hacia la privatización educativa.